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Pío Baroja, El árbol de la ciencia


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Séptima parte: La experiencia del hijo

I.- El derecho a la prole

Unos días más tarde Andrés se presentaba en casa de su tío. Gradualmente llevó la conversación a tratar de cuestiones matrimoniales, y después dijo:

—Tengo un caso de conciencia.

—¡Hombre!

—Sí. Figúrese usted que un señor a quien visito, todavía joven, pero hombre artrítico, nervioso, tiene una novia, antigua amiga suya, débil y algo histérica. Y este señor me pregunta: ¿Usted cree que me puedo casar? Y yo no sé qué contestarle.

—Yo le diría que no —contestó Iturrioz—. Ahora, que él hiciera después lo que quisiera.

—Pero hay que darle una razón.

—¡Qué más razón! Él es casi un enfermo, ella también, él vacila..., basta; que no se case.

—No, eso no basta.

—Para mí sí; yo pienso en el hijo; yo no creo como Calderón, que el delito mayor del hombre sea el haber nacido. Esto me parece una tontería poética. El delito mayor del hombre es hacer nacer.

—¿Siempre? ¿Sin excepción?

—No. Para mí el criterio es éste: Se tienen hijos sanos a quienes se les da un hogar, protección, educación, cuidados... podemos otorgar la absolución a los padres; se tienen hijos enfermos, tuberculosos, sifilíticos, neurasténicos, consideremos criminales a los padres.

—¿Pero eso se puede saber con anterioridad?

—Sí, yo creo que sí.

—No lo veo tan fácil.

—Fácil no es; pero sólo el peligro, sólo la posibilidad de engendrar una prole enfermiza, debía bastar al hombre para no tenerla. El perpetuar el dolor en el mundo me parece un crimen.

—¿Pero puede saber nadie cómo será su descendencia? Ahí tengo yo un amigo enfermo, estropeado, que ha tenido hace poco una niña sana, fortísima.

—Eso es muy posible. Es frecuente que un hombre robusto tenga hijos raquíticos y al contrario; pero no importa. La única garantía de la prole es la robustez de los padres.

—Me choca en un antiintelectualista como usted esa actitud tan de intelectual —dijo Andrés.

—A mí también me choca en un intelectual como tú esa actitud de hombre de mundo. Yo te confieso, para mí nada tan repugnante como esa bestia prolífica, que entre vapores de alcohol va engendrando hijos que hay que llevar al cementerio o que si no van a engrosar los ejércitos del presidio y de la prostitución. Yo tengo verdadero odio a esa gente sin conciencia, que llena de carne enferma y podrida la tierra. Recuerdo una criada de mi casa; se casó con un idiota borracho, que no podía sostenerse a sí mismo porque no sabía trabajar. Ella y él eran cómplices de chiquillos enfermizos y tristes, que vivían entre harapos, y aquel idiota venía a pedirme dinero creyendo que era un mérito ser padre de su abundante y repulsiva prole. La mujer, sin dientes, con el vientre constantemente abultado, tenía una indiferencia animal para los embarazos, los partos y las muertes de los niños. ¿Se ha muerto uno? Pues se hace otro, decía cínicamente. No, no debe ser lícito engendrar seres que vivan en el dolor.

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—Yo creo lo mismo.

—La fecundidad no puede ser un ideal social. No se necesita cantidad, sino calidad. Que los patriotas y los revolucionarios canten al bruto prolífico, para mí siempre será un animal odioso.

—Todo eso está bien —murmuró Andrés—; pero no resuelve mi problema. ¿Qué le digo yo a ese hombre?

—Yo le diría: Cásese usted si quiere, pero no tenga usted hijos. Esterilice usted su matrimonio.

—Es decir, que nuestra moral acaba por ser inmoral. Si Tolstoi le oyera, le diría: Es usted un canalla de la facultad.

—¡Bah! Tolstoi es un apóstol y los apóstoles dicen las verdades suyas, que generalmente son tonterías para los demás. Yo a ese amigo tuyo le hablaría claramente; le diría: ¿Es usted un hombre egoísta, un poco cruel, fuerte, sano, resistente para el dolor propio e incomprensivo para los padecimientos ajenos? ¿Sí? Pues cásese usted, tenga usted hijos, será usted un buen padre de familia... Pero si es usted un hombre impresionable, nervioso, que siente demasiado el dolor, entonces no se case usted, y si se casa no tenga hijos.

Andrés salió de la azotea aturdido. Por la tarde escribió a Iturrioz una carta diciéndole que el artrítico que se casaba era él.

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II.- La vida nueva

A Hurtado no le preocupaban gran cosa las cuestiones de forma, y no tuvo ningún inconveniente en casarse en la iglesia, como quería doña Leonarda. Antes de casarse llevó a Lulú a ver a su tío Iturrioz y simpatizaron. Ella le dijo a Iturrioz.

—A ver si encuentra usted para Andrés algún trabajo en que tenga que salir poco de casa, porque haciendo visitas está siempre de un humor malísimo. Iturrioz encontró el trabajo, que consistía en traducir artículos y libros para una revista médica que publicaba al mismo tiempo obras nuevas de especialidades.

—Ahora te darán dos o tres libros en francés para traducir —le dijo Iturrioz—; pero vete aprendiendo el inglés, porque dentro de unos meses te encargarán alguna traducción en este idioma y entonces si necesitas te ayudaré yo.

—Muy bien. Se lo agradezco a usted mucho.

Andrés dejó su cargo en la sociedad “La Esperanza”. Estaba deseándolo; tomó una casa en el barrio de Pozas, no muy lejos de la tienda de Lulú. Andrés pidió al casero que de los tres cuartos que daban a la calle le hiciera uno, y que no le empapelara el local que quedase después, sino que lo pintara de un color cualquiera. Este cuarto sería la alcoba, el despacho, el comedor para el matrimonio. La vida en común la harían constantemente allí.

—La gente hubiera puesto aquí la sala y el gabinete y después se hubieran ido a dormir al sitio peor de la casa —decía Andrés. Lulú miraba estas disposiciones higiénicas como fantasías, chifladuras; tenía una palabra especial para designar las extravagancias de su marido.

—¡Qué hombre más ideático! —decía.

Andrés pidió prestado a Iturrioz algún dinero para comprar muebles.

—¿Cuánto necesitas? —le dijo el tío.

—Poco; quiero muebles que indiquen pobreza; no pienso recibir a nadie. Al principio doña Leonarda quiso ir a vivir con Lulú y con Andrés; pero éste se opuso.

—No, no —dijo Andrés—; que vaya con tu hermana y con don Prudencio. Estará mejor.

—¡Qué hipócrita! Lo que sucede es que no la quieres a mamá.

—Ah, claro. Nuestra casa ha de tener una temperatura distinta a la de la calle. La suegra sería una corriente de aire frío. Que no entre nadie, ni de tu familia ni de la mía.

—¡Pobre mamá! ¡Qué idea tienes de ella! —decía riendo Lulú.

—No; es que no tenemos el mismo concepto de las cosas; ella cree que se debe vivir para fuera y yo no.

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Lulú, después de vacilar un poco, se entendió con su antigua amiga y vecina la Venancia y la llevó a su casa. Era una vieja muy fiel, que tenía cariño a Andrés y a Lulú.

—Si le preguntan por mí —le decía Andrés—, diga usted siempre que no estoy.

—Bueno, señorito.

Andrés estaba dispuesto a cumplir bien en su nueva ocupación de traductor. Aquel cuarto aireado, claro, donde entraba el sol, en donde tenía sus libros, sus papeles, le daba ganas de trabajar. Ya no sentía la impresión de animal acosado, que había sido en él habitual. Por la mañana tomaba un baño y luego se ponía a traducir. Lulú volvía de la tienda y la Venancia les servía la comida.

—Coma usted con nosotros —le decía Andrés.

—No, no.

Hubiera sido imposible convencer a la vieja de que se podía sentar a la mesa con sus amos. Después de comer, Andrés acompañaba a Lulú a la tienda y luego volvía a trabajar en su cuarto.

Varias veces le dijo a Lulú que ya tenían bastante para vivir con lo que ganaba él, que podían dejar la tienda; pero ella no quería.

—¿Quién sabe lo que puede ocurrir? —decía Lulú—; hay que ahorrar, hay que estar prevenidos por si acaso.

De noche aún quería Lulú trabajar algo en la máquina; pero Andrés no se lo permitía.

Andrés estaba cada vez más encantado de su mujer, de su vida y de su casa. Ahora le asombraba cómo no había notado antes aquellas condiciones de arreglo, de orden y de economía de Lulú. Cada vez trabajaba con más gusto. Aquel cuarto grande le daba la impresión de no estar en una casa con vecinos y gente fastidiosa, sino en el campo, en algún sitio lejano. Andrés hacía sus trabajos con gran cuidado y calma. En la redacción de la revista le habían prestado varios diccionarios científicos modernos e Iturrioz le dejó dos o tres de idiomas que le servían mucho.

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Al cabo de algún tiempo, no sólo tenía que hacer traducciones, sino estudios originales, casi siempre sobre datos y experiencias obtenidos por investigadores

extranjeros. Muchas veces se acordaba de lo que decía Fermín Ibarra; de los descubrimientos fáciles que se desprenden de los hechos anteriores sin esfuerzo. ¿Por qué no había experimentados en España cuando la experimentación para dar fruto no exigía más que dedicarse a ella? Sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso evolutivo de una rama de la ciencia; sobraba también un poco de sol, un poco de ignorancia y bastante de la protección del Santo Padre, que generalmente es muy útil para el alma, pero muy perjudicial para la ciencia y para la industria. Estas ideas, que hacía tiempo le hubieran producido indignación y cólera, ya no le exasperaban.

Andrés se encontraba tan bien, que sentía temores. ¿Podía durar esta vida tranquila?

¿Habría llegado a fuerza de ensayos a una existencia no sólo soportable, sino agradable y sensata? Su pesimismo le hacía pensar que la calma no iba a ser duradera.

—Algo va a venir el mejor día —pensaba— que va a descomponer este bello equilibrio.

Muchas veces se le figuraba que en su vida había una ventana abierta a un abismo. Asomándose a ella el vértigo y el horror se apoderaban de su alma. Por cualquier cosa, con cualquier motivo, temía que este abismo se abriera de nuevo a sus pies. Para Andrés todos los allegados eran enemigos; realmente la suegra, Niní, su marido, los vecinos, la portera, miraban el estado feliz del matrimonio como algo ofensivo para ellos.

—No hagas caso de lo que te digan —recomendaba Andrés a su mujer—. Un estado de tranquilidad como el nuestro es una injuria para toda esa gente que vive en una perpetua tragedia de celos, de envidias, de tonterías. Ten en cuenta que han de querer envenenarnos.

—Lo tendré en cuenta —replicaba Lulú, que se burlaba de la grave recomendación de su marido. Niní algunos domingos, por la tarde, invitaba a su hermana a ir al teatro.

—¿Andrés no quiere venir? —preguntaba Niní.

—No. Está trabajando.

—Tu marido es un erizo.

—Bueno; dejadle.

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Al volver Lulú por la noche contaba a su marido lo que había visto. Andrés hacía alguna reflexión filosófica que a Lulú le parecía muy cómica, cenaban y después de cenar paseaban los dos un momento.

En verano, salían casi todos los días al anochecer. Al concluir su trabajo, Andrés iba a buscar a Lulú a la tienda, dejaban en el mostrador a la muchacha y se marchaban a corretear por el Canalillo o la Dehesa de Amaniel.

Otras noches entraban en los cinematógrafos de Chamberí, y Andrés oía entretenido los comentarios de Lulú, que tenían esa gracia madrileña ingenua y despierta que no se parece en nada a las groserías estúpidas y amaneradas de los especialistas en madrileñismo.

Lulú le producía a Andrés grandes sorpresas; jamás hubiera supuesto que aquella muchacha, tan atrevida al parecer, fuera íntimamente de una timidez tan completa. Lulú tenía una idea absurda de su marido, lo consideraba como un portento. Una noche que se les hizo tarde, al volver del Canalillo, se encontraron en un callejón sombrío, que hay cerca del abandonado cementerio de la Patriarcal, con dos hombres de mal aspecto. Estaba ya oscuro; un farol medio caído, sujeto en la tapia del camposanto, iluminaba el camino, negro por el polvo del carbón y abierto entre dos tapias. Uno de los hombres se les acercó a pedirles limosna de una manera un tanto sospechosa.

Andrés contestó que no tenía un cuarto y sacó la llave de casa del bolsillo, que brilló como si fuera el cañón de un revólver. Los dos hombres no se atrevieron a atacarles, y Lulú y Andrés pudieron llegar a la calle de San Bernardo sin el menor tropiezo.

—¿Has tenido miedo, Lulú? —le preguntó Andrés.

—Sí; pero no mucho. Como iba contigo...

—Qué espejismo —pensó él—, mi mujer cree que soy un Hércules. Todos los conocidos de Lulú y de Andrés se maravillaban de la armonía del matrimonio.

—Hemos llegado a querernos de verdad —decía Andrés—, porque no teníamos interés en mentir.

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III.- En paz

Pasaron muchos meses y la paz del matrimonio no se turbó. Andrés estaba desconocido. El método de vida, el no tener que sufrir el sol, ni subir escaleras, ni ver miserias, le daba una impresión de tranquilidad, de paz. Explicándose como un filósofo, hubiera dicho que la sensación de conjunto de su cuerpo, la “cenesthesia” era en aquel momento pasiva, tranquila, dulce. Su bienestar físico le preparaba para ese estado de perfección y de equilibrio intelectual, que los epicúreos y los estoicos griegos llamaron “ataraxia”, el paraíso del que no cree. Aquel estado de serenidad le daba una gran lucidez y mucho método en sus trabajos. Los estudios de síntesis que hizo para la revista médica tuvieron gran éxito. El director le alentó para que siguiera por aquel camino. No quería ya que tradujera, sino que hiciera trabajos originales para todos los números. Andrés y Lulú no tenían nunca la menor riña; se entendían muy bien. Sólo en cuestiones de higiene y alimentación, ella no le hacía mucho caso a su marido.

—Mira, no comas tanta ensalada —le decía él.

—¿Por qué? Si me gusta.

—Sí; pero no te conviene ese ácido. Eres artrítica como yo.

—¡Ah, tonterías! —No son tonterías.

Andrés daba todo el dinero que ganaba a su mujer.

—A mí no me compres nada —le decía.

—Pero necesitas...

—Yo no. Si quieres comprar, compra algo para la casa o para ti. Lulú seguía con la tiendecita; iba y venía del obrador a su casa, unas veces de mantilla, otras con un sombrero pequeño.

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Desde que se había casado estaba de mejor aspecto; como andaba más al aire libre tenía un color sano. Además, su aire satírico se había suavizado, y su expresión era más dulce.

Varias veces desde el balcón vio Hurtado que algún pollo o algún viejo habían venido hasta casa, siguiendo a su mujer.

—Mira, Lulú —le decía—, ten cuidado; te siguen.

—¿Sí?

—Sí; la verdad es que te estás poniendo muy guapa. Vas a hacerme celoso.

—Sí, mucho. Tú ya sabes demasiado cómo yo te quiero —replicaba ella— . Cuando estoy en la tienda, siempre estoy pensando: ¿Qué hará aquél?

—Deja la tienda.

—No, no. ¿Y si tuviéramos un hijo? Hay que ahorrar. ¡El hijo! Andrés no quería hablar, ni hacer la menor alusión a este punto, verdaderamente delicado; le producía una gran inquietud. La religión y la moral vieja gravitan todavía sobre uno —se decía—; no puede uno echar fuera completamente el hombre supersticioso que lleva en la sangre la idea del pecado.

Muchas veces, al pensar en el porvenir, le entraba un gran terror; sentía que aquella ventana sobre el abismo podía entreabrirse. Con frecuencia, marido y mujer iban a visitar a Iturrioz, y éste también a menudo pasaba un rato en el despacho de Andrés.

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Un año, próximamente después de casados, Lulú se puso algo enferma; estaba distraída, melancólica y preocupada.

—¿Qué le pasa? ¿Qué tiene? —se preguntaba Andrés con inquietud.

Pasó aquella racha de tristeza, pero al poco tiempo volvió de nuevo con más fuerza; los ojos de Lulú estaban velados, en su rostro se notaban señales de haber llorado. Andrés, preocupado, hacía esfuerzos para parecer distraído; pero llegó un momento en que le fue imposible fingir que no se daba cuenta del estado de su mujer. Una noche le preguntó lo que le ocurría y ella, abrazándose a su cuello, le hizo tímidamente la confesión de lo que le pasaba. Era lo que temía Andrés. La tristeza de no tener el hijo, la sospecha de que su marido no quería tenerlo, hacía llorar a Lulú a lágrima viva, con el corazón hinchado por la pena.

¿Qué actitud tomar ante un dolor semejante? ¿Cómo decir a aquella mujer, que él se consideraba como un producto envenenado y podrido, que no debía tener descendencia? Andrés intentó consolarla, explicarse... Era imposible. Lulú lloraba, le abrazaba, le besaba con la cara llena de lágrimas.

—¡Sea lo que sea! —murmuró Andrés.

Al levantarse Andrés al día siguiente, ya no tenía la serenidad de costumbre.

Dos meses más tarde, Lulú, con la mirada brillante, le confesó a Andrés que debía estar embarazada. El hecho no tenía duda. Ya Andrés vivía en una angustia continua. La ventana que en su vida se abría a aquel abismo que le producía el vértigo, estaba de nuevo de par en par.

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El embarazo produjo en Lulú un cambio completo; de burlona y alegre, la hizo triste y sentimental. Andrés notaba que ya le quería de otra manera; tenía por él un cariño celoso e irritado; ya no era aquella simpatía afectuosa y burlona tan dulce; ahora era un amor animal. La naturaleza recobraba sus derechos. Andrés, de ser un hombre lleno de talento y un poco “ideático”, había pasado a ser su hombre. Ya en esto, Andrés veía el principio de la tragedia. Ella quería que le acompañara, le diera el brazo, se sentía celosa, suponía que miraba a las demás mujeres. Cuando adelantó el embarazo, Andrés comprobó que el histerismo de su mujer se acentuaba.

Ella sabía que estos desórdenes nerviosos tenían las mujeres embarazadas, y no le daba importancia; pero él temblaba. La madre de Lulú comenzó a frecuentar la casa, y como tenía mala voluntad para Andrés, envenenaba todas las cuestiones.

Uno de los médicos que colaboraba en la revista, un hombre joven, fue varias veces a ver a Lulú. Según decía, se encontraba bien; sus manifestaciones histéricas no tenían importancia, eran frecuentes en las embarazadas. El que se encontraba cada vez peor era Andrés.

Su cerebro estaba en una tensión demasiado grande, y las emociones que cualquiera podía sentir en la vida normal, a él le desequilibraban.

—Ande usted, salga usted —le decía el médico. Pero fuera de casa ya no sabía qué hacer. No podía dormir, y después de ensayar varios hipnóticos se decidió a tomar morfina. La angustia le mataba.

Los únicos momentos agradables de su vida eran cuando se ponía a trabajar. Estaba haciendo un estudio sintético de las aminas, y trabajaba con toda su fuerza para olvidarse de sus preocupaciones y llegar a dar claridad a sus ideas.

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IV.- Tenía algo de precursor

Cuando llegó el embarazo a su término, Lulú quedó con el vientre excesivamente aumentado.

—A ver si tengo dos —decía ella riendo.

—No digas esas cosas —murmuraba Andrés exasperado y entristecido.

Cuando Lulú creyó que el momento se acercaba, Hurtado fue a llamar a un médico joven, amigo suyo y de Iturrioz, que se dedicaba a partos. Lulú estaba muy animada y muy valiente. El médico le había aconsejado que anduviese, y a pesar de que los dolores le hacían encogerse y apoyarse en los muebles, no cesaba de andar por la habitación. Todo el día lo pasó así. El médico dijo que los primeros partos eran siempre difíciles, pero Andrés comenzaba a sospechar que aquello no tenía el aspecto de un parto normal. Por la noche, las fuerzas de Lulú comenzaron a ceder. Andrés la contemplaba con lágrimas en los ojos.

—Mi pobre Lulú, lo que estás sufriendo —la decía.

—No me importa el dolor —contestaba ella—. ¡Si el niño viviera!

—Ya vivirá, ¡no tenga usted cuidado! —decía el médico.

—No, no; me da el corazón que no.

La noche fue terrible. Lulú estaba extenuada. Andrés, sentado en una silla, la contemplaba estúpidamente. Ella, a veces se acercaba a él.

—Tú también estás sufriendo. ¡Pobre! —y le acariciaba la frente y le pasaba la mano por la cara. Andrés, presa de una impaciencia mortal, consultaba al médico a cada momento; no podía ser aquello un parto normal; debía de existir alguna dificultad; la estrechez de la pelvis, algo.

—Si para la madrugada esto no marcha —dijo el médico— veremos qué se hace.

De pronto, el médico llamó a Hurtado.

—¿Qué pasa? —preguntó éste.

—Prepare usted los fórceps inmediatamente.

—¿Qué ha ocurrido?

—La procidencia del cordón umbilical. El cordón está comprimido. Por muy rápidamente que el médico introdujo las dos láminas del fórceps e hizo la extracción, el niño salió muerto. Acababa de morir en aquel instante.

—¿Vive? —preguntó Lulú con ansiedad.

Al ver que no le respondían, comprendió que estaba muerto y cayó desmayada. Recobró pronto el sentido. No se había verificado aún el alumbramiento. La situaciónde Lulú era grave; la matriz había quedado sin tonicidad y no arrojaba la placenta. El médico dejó a Lulú que descansara. La madre quiso ver el niño muerto. Andrés, al tomar el cuerpecito sobre una sábana doblada, sintió una impresión de dolor agudísimo, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Lulú comenzó a llorar amargamente.

—Bueno, bueno —dijo el médico—, basta; ahora hay que tener energía. Intentó provocar la expulsión de la placenta, por la compresión, pero no lo pudo conseguir. Sin duda estaba adherida. Tuvo que extraerla con la mano. Inmediatamente después, dio a la parturienta una inyección de ergotina, pero no pudo evitar que Lulú tuviera una hemorragia abundante. Lulú quedó en un estado de debilidad grande; su organismo no reaccionaba con la necesaria fuerza.

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Al ver que no le respondían, comprendió que estaba muerto y cayó desmayada.

Recobró pronto el sentido. No se había verificado aún el alumbramiento. La situaciónde Lulú era grave; la matriz había quedado sin tonicidad y no arrojaba la placenta. El médico dejó a Lulú que descansara. La madre quiso ver el niño muerto. Andrés, al tomar el cuerpecito sobre una sábana doblada, sintió una impresión de dolor agudísimo, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Lulú comenzó a llorar amargamente.

—Bueno, bueno —dijo el médico—, basta; ahora hay que tener energía. Intentó provocar la expulsión de la placenta, por la compresión, pero no lo pudo conseguir. Sin duda estaba adherida. Tuvo que extraerla con la mano. Inmediatamente después, dio a la parturienta una inyección de ergotina, pero no pudo evitar que Lulú tuviera una hemorragia abundante. Lulú quedó en un estado de debilidad grande; su organismo no reaccionaba con la necesaria fuerza.

Durante dos días estuvo en este estado de depresión. Tenía la seguridad de que se iba a morir.

—Si siento morirme —le decía a Andrés— es por ti. ¿Qué vas a hacer tú, pobrecito, sin mí? —y le acariciaba la cara. Otras veces era el niño lo que la preocupaba y decía:

—Mi pobre hijo. Tan fuerte como era. ¿Por qué se habrá muerto, Dios mío?

Andrés la miraba con los ojos secos. En la mañana del tercer día, Lulú murió. Andrés salió de la alcoba extenuado. Estaban en la casa doña Leonarda y Niní con su marido. Ella parecía ya una jamona; él un chulo viejo lleno de alhajas. Andrés entró en el cuartucho donde dormía, se puso una inyección de morfina, y quedó sumido en un sueño profundo. Se despertó a media noche y saltó de la cama. Se acercó al cadáver de Lulú, estuvo contemplando a la muerta largo rato y la besó en la frente varias veces. Había quedado blanca, como si fuera de mármol, con un aspecto de serenidad y de indiferencia, que a Andrés le sorprendió. Estaba absorto en su contemplación cuando oyó que en el gabinete hablaban. Reconoció la voz de Iturrioz, y la del médico; había otra voz, pero para él era desconocida. Hablaban los tres confidencialmente.

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—Para mí —decía la voz desconocida— esos reconocimientos continuos que se hacen en los partos, son perjudiciales. Yo no conozco este caso, pero, ¿quién sabe?

quizá esta mujer, en el campo, sin asistencia ninguna, se hubiera salvado. La naturaleza tiene recursos que nosotros no conocemos.

—Yo no digo que no —contestó el médico que había asistido a Lulú—; es muy posible.

—¡Es lástima! —exclamó Iturrioz—. ¡Este muchacho ahora, marchaba tan bien!

Andrés, al oír lo que decían, sintió que se le traspasaba el alma. Rápidamente, volvió a su cuarto y se encerró en él.

Por la mañana, a la hora del entierro, los que estaban en la casa, comenzaron a preguntarse qué hacía Andrés.

—No me choca nada que no se levante —dijo el médico— porque toma morfina.

—¿De veras? —preguntó Iturrioz.

—Sí.

—Vamos a despertarle entonces —dijo Iturrioz. Entraron en el cuarto. Tendido en la cama, muy pálido, con los labios blancos, estaba Andrés.

—¡Está muerto! —exclamó Iturrioz.

Sobre la mesilla de noche se veía una copa y un frasco de aconitina cristalizada de Duquesnel. Andrés se había envenenado. Sin duda, la rapidez de la intoxicación no le produjo convulsiones ni vómitos. La muerte había sobrevenido por parálisis inmediata del corazón.

—Ha muerto sin dolor —murmuró Iturrioz—. Este muchacho no tenía fuerza para vivir. Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía.

—Pero había en él algo de precursor —murmuró el otro médico.

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