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Pío Baroja / Cuentos


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El reloj

un cuento de Pío Baroja

Porque todos sus días, dolores, y sus ocupaciones,

molestias, aún de noche su corazón no reposa.

-Eclesiastés

Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.

Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.

Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.

Desde la ventana se veía la luna, que ilumina a con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.

«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.

¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.

-Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.

Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.

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La sima

un cuento de Pío Baroja

El paraje era severo, de adusta severidad. En el término del horizonte, bajo el cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como una muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo por blancas estrías de nieve.

El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la cima del alto de las Pedrizas, donde se yergue como gigante centinela de granito el pico de la Corneja.

El pastor llevaba anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zahones de cuero en las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, sostenía un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia.

El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín; hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de las montañas.

El pastor y su nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los matorrales de retama y macizos violetas y morados de los tomillos y de los cantuesos en flor...

En la hondonada del monte, junto al lecho de una torrentera llena de hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo, de carrascas y de roble bajo.

Comenzaba a anochecer, corría ligera brisa; el sol iba ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y agrandarse a la luz del crepúsculo.

Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de las vacas, que pasaban por la cañada, y el ladrido de los perros, el ulular del aire; y todos esos rumores, unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio.

-Volvamos, muchacho -dijo el pastor-. El sol se esconde.

El zagal corrió presuroso de un lado a otro, agitó sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio gritos y arrojó piedras, hasta que fue reuniendo las cabras en una rinconada del monte. El viejo las puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se adelantó como guía, y el rebaño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba igual, acompasado, el alegre campanilleo de las esquilas.

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-¿Has visto, zagal, si el macho cabrío de tía Remedios va en el rebaño? -preguntó el pastor.

-Lo vide, abuelo -repuso el muchacho.

-Hay que tener ojo con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo malquerencia a esa bestia.

-Y eso, ¿ por qué vos pasa, abuelo?

-¿ No sabes que la tía Remedios tié fama de bruja en tó el lugar?

-¿Y eso será verdad, abuelo?

-Así lo ha dicho el sacristán la otra vegada que estuve en el lugar. Añaden que aoja a las presonas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que la veyeron por los aires entre bandas de culebros.

El pastor siguió contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo departiendo con su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran hondonada del valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a ella adivinábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los señores del pueblo.

-Abre el zarzo, muchacho -gritó el pastor al zagal.

Éste retiró los palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado, estrujándose unas con otras. Asustose en esto uno de los animales, y, apartándose del camino, echó a correr monte abajo velozmente.

-Corre, corre tras él, muchacho -gritó el viejo, y luego azuzó al mastín, para que persiguiera al animal huido.

-Anda, Lobo. Ves a buscallo.

El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como una flecha.

-¡Anda! ¡Alcánzale! -siguió gritando el pastor-. Anda ahí.

El macho cabrío saltaba de piedra en piedra como una pelota de goma; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales de zarza y de retama, iba haciendo cabriolas y dando saltos.

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El perro iba tras él, ganaba terreno con dificultad; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que la persecución había de concluir pronto, pues la parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado en cuesta. Al llegar allí, vio el zagal al macho cabrío, que corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le vio acercarse sobre un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de las rocas una cueva que, según algunos, era muy profunda, y, sospechando que el animal se habría caído allí, el muchacho se asomó a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano, de la pared de ésta, cubierto de matas, estaba el macho cabrío.

El zagal intentó agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero viendo lo imposible del intento, volvió al lugar donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.

-¡Maldita bestia! -murmuró el viejo-. Ahora volveremos, zagal. Habemos primero de meter el rebaño en el redil.

Encerraron entre los dos las cabras, y, después de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el descampado y se acercaron al borde de la sima. El chivo seguía en pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera sordamente.

-Dadme vos la mano, abuelo. Yo me abajaré -dijo el zagal.

-Cuidiao, muchacho. Tengo gran miedo de que te vayas a caer.

-Descuidad vos, abuelo.

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El zagal apartó las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso una vuelta, hasta sostenerse con las manos en el borde mismo de la oquedad, y resbaló con los pies por la pared de la misma, hasta afianzarlos en uno de los tajos salientes de su entrada. Empujó el cuerno de la bestia con una mano, y tiró de él. El animal, al verse agarrado, dio tan tremenda sacudida hacia atrás, que perdió sus pies; cayó, en su caída arrastró al muchacho hacia el fondo del abismo. No se oyó ni un grito, ni una queja, ni el rumor más leve.

El viejo se asomó a la boca de la caverna.

-¡Zagal, zagal! -gritó, con desesperación.

Nada, no se oía nada.

-¡Zagal! ¡Zagal!

Parecía oírse mezclado con el murmullo del viento un balido doloroso que subía desde el fondo de la caverna.

Loco, trastornado, durante algunos instantes el pastor vacilaba en tomar una resolución; luego se le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y echó a correr hacia el castillo.

Éste parecía hallarse a un paso; pero estaba a media hora de camino, aun marchando a campo traviesa; era un castillo ojival derruido, se levantaba sobre el descampado de un monte; la penumbra ocultaba su devastación y su ruina, y en el ambiente del crepúsculo parecía erguirse y tomar proporciones fantásticas.

El viejo caminaba jadeante. Iba avanzando la noche; el cielo se llenaba de estrellas; un lucero brillaba con su luz de plata por encima de un monte, dulce y soñadora pupila que contempla el valle.

El viejo, al llegar junto al castillo, subió a él por una estrecha calzada; atravesó la derruida escarpa, y por la gótica puerta entró en un patio lleno de escombros, formado por cuatro paredones agrietados, únicos restos de la antigua mansión señorial.

En el hueco de la escalera de la torre, dentro de un cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a la luz de un candil humeante, diez o doce hombres, rústicos pastores y cabreros agrupados en derredor de unos cuantos tizones encendidos.

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El viejo, balbuceando, les contó lo que había pasado. Levantáronse los hombres, cogió uno de ellos una soga del suelo y salieron del castillo. Dirigidos por el viejo, fueron camino del descampado, en donde se hallaba la cueva.

La coincidencia de ser el macho cabrío de la vieja hechicera el que había arrastrado al zagal al fondo de la cueva, tomaba en la imaginación de los cabreros grandes y extrañas proporciones.

-¿Y si esa bestia fuera el dimoño? -dijo uno.

-Bien podría ser -repuso otro.

Todos se miraron, espantados.

Se había levantado la luna; densas nubes negras, como rebaños de seres monstruosos, corrían por el cielo; oíase alborotado rumor de esquilas; brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores.

Llegaron al descampado, y fueron acercándose a la sima con el corazón palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas y lo asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire.

-¿Quién abaja? -preguntó el pastor, con voz apagada.

Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha encendida de ramas de abeto, que cogió en una mano, se acercó a la sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a poco; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda, sin que el mozo diera señal de haber llegado.

De repente, la cuerda se agitó bruscamente, oyéronse gritos en el fondo del agujero, comenzaron los de arriba a tirar de la soga, y subieron al mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba apagada.

-¿Qué viste? ¿Qué viste? -le preguntaron todos.

-Vide al diablo, todo bermeyo, todo bermeyo.

El terror de éste se comunicó a los demás cabreros.

-No abaja nadie -murmuró, desolado, el pastor-. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal?

-Ved, abuelo, que ésta es una cueva del dimoño -dijo uno-. Abajad vos, si queréis.

El viejo se ató, decidido, la cuerda a la cintura y se acercó al borde del negro agujero.

Oyose en aquel momento un murmullo vago y lejano, como la voz de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron.

-No me atrevo... Yo tampoco me atrevo -dijo, y comenzó a sollozar amargamente.

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Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que los guardaban acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, rezaban en silencio, se persignaban varias veces y seguían su camino hacia el pueblo.

Se habían reunido junto a los pastores mujeres y hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca negra de la caverna, y, absortos, oían el murmullo que escapaba de ella, vago, lejano y misterioso.

Iba entrando la noche. La gente permanecía allí, presa aún de la mayor curiosidad.

Oyose de pronto el sonido de una campanilla, y la gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo que era. Vieron al cura del pueblo que ascendía por el monte acompañado del sacristán, a la luz de un farol que llevaba este último. Un cabrero les había encontrado en el camino, y les contó lo que pasaba. Al ver el viático, los hombres y las mujeres encendieron antorchas y se arrodillaron todos. A la luz sangrienta de las teas se vio al sacerdote acercarse hacia el abismo. El viejo pastor lloraba con un hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia el pecho, el cura empezó a rezar el oficio de difuntos; contestábanle, murmurando a coro, hombres y mujeres, una triste salmodia; chisporroteaban y crepitaban las teas humeantes, y a veces, en un momento de silencio, se oía el quejido misterioso que escapaba de la cueva, vago y lejano.

Concluidas las oraciones, el cura se retiró, y tras él las mujeres y los hombres, que iban sosteniendo al viejo para alejarle de aquel lugar maldito.

Y en tres días y tres noches se oyeron lamentos y quejidos, vagos, lejanos y misteriosos, que salían del fondo de la sima.

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La caja de música

un cuento de
Pío Baroja

 

I. El pintor anticuario

Hacia finales del siglo XIX conocí en París a uno de tantos españoles que pululan por allí. Era un riojano, a quien llamábamos Luis el de Nájera, porque hablaba con frecuencia de este pueblo, que debía de ser el suyo. Luis no sabía el francés necesario para hacerse servir en el restaurante, y se mostraba al mismo tiempo reclamador y exigente, como si quisiera que le atendieran los que no le entendían.

Él creía que eso de hablar francés era como una mala broma que algunos se empeñaban en sostener por capricho, cuando hubiera sido mucho más fácil que se hubieran puesto a hablar en castellano.

Al parecer, aquel hombre era de casa rica, gastador y muy decidido. Él contaba una anécdota que demostraba su decisión. Había estado en Londres en una casa de huéspedes española poco tiempo. Un día, en un restaurante, había encontrado una muchacha muy bonita que le sonreía. Él no sabía una palabra de inglés ni ella de español; pero él quería manifestar su admiración a la damisela.

Luis, muy expedito, llamó por teléfono a la casa de huéspedes donde vivía y después hizo que la muchacha inglesa tomara el auricular del aparato, y los piropos del riojano fueron por teléfono pasando por la casa de huéspedes a la chica que estaba a su lado y que reía a carcajadas, sin duda asombrada del procedimiento y de la imaginación de los españoles.

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Una tarde vi al riojano en el bulevar y me dijo que quería vender un esmalte. Me explicó que era de su casa de Nájera. Pretendía que le acompañara a varias tiendas de antigüedades del barrio latino.

-Bueno -le indiqué -, no tengo nada que hacer. Ya le acompañaré.

Entramos en varios comercios del bulevar Saint Germain. El esmalte era un poco tosco, pero tenía su valor. Los anticuarios ofrecían alrededor de mil francos. No pasaban de ahí. En una tienda de la calle de Rennes, el encargado se alargó hasta ofrecer dos mil quinientos francos.

-¿Que le parece a usted? -me preguntó el de Nájera.

-Yo no sé lo que vale eso -le contesté-. No tengo idea. Usted haga lo que le parezca.

El hombre se decidió: dejó el esmalte, tomó el dinero y se puso a redactar un recibo, por indicación del anticuario.

Mientras tanto, yo miraba algunos de los objetos, entre ellos una caja de música antigua con cinco muñecos músicos que se movían y dos bailarinas que se deslizaban por un alambre.

-Es bonito eso -le dije al amo-. ¿Vale mucho?

-No le he puesto precio. No lo vendo. Está como muestra de la casa.

-¡Ah, ya!

-Ustedes, ¿son españoles? -preguntó el de la tienda de antigüedades.

-Sí

-Yo también soy español, pero ya llevo mucho tiempo aquí, en París.

-¡Ah! ¿Es usted español? -preguntó el de Nájera, mientras presentaba el recibo para cobrar.

-Sí.

-¿Quiere usted cenar con este señor y conmigo?

-¡Muchas gracias! Me espera la familia.

-¡Qué le importa a usted por una noche!

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El de Nájera insistió tanto, que el de la tienda de antigüedades cedió y dijo que iría después de cerrar su comercio a donde se le indicase.

-Yo quisiera cenar en un restaurante bueno -dijo el de Nájera.

-Nosotros, algunos del oficio -indicó el anticuario-, solemos ir al restaurante Marais.

-No se dónde está.

-En los grandes bulevares.

-¿Cuanto costará el cubierto allí?

-Quince o veinte francos.

-Es poco.

-¡Bah! No tenga usted cuidado. Ya se le acabarán pronto los francos.

-Bueno. Pues iremos al restaurante Marais. ¿Cualquier cochero nos llevará allí?

-Sí.

-Entonces a las ocho le esperamos.

Al salir de la tienda de antigüedades vi que en la muestra decía:

"A LA CAJA DE MÚSICA". Téllez, Ferrari

Fuimos el de Nájera y yo a un café de la plaza de San Germán de los Prados. El riojano bebió cerveza y habló por los codos, y poco antes de la hora señalada tomamos un café, cruzamos el río y bajamos delante del restaurante Marais.

Nos llevaron a un comedor aparte, de techo alto y de cierto lujo ostentoso, como el segundo Imperio. Parecía que el encargado del restaurante se había dado cuenta de que teníamos dinero fresco. Vino poco después el anticuario. Se llamaba Ángel Téllez. Era un buen tipo: esbelto, correcto, moreno, con la cabeza ya entrecana y la tez pálida. Vestía de luto. Tenía una cortesía un poco exagerada, que contrastaba con la turbulencia bárbara del riojano.

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Hicimos el menú y comimos muy bien.

-Ahora vamos a algún teatro. A ver mujeres guapas -dijo el de Nájera.

Yo no puedo estar más de las once -advirtió Téllez.

-Tiene usted tiempo.

El anticuario nos condujo a una plaza y entramos en un teatro, que creo era el Folies -Berguére. Después de ver el acto de una revista, nos sentamos en el paseo.

Era verano. La noche estaba caliente.

Se nos acercaron algunas mujeres, que, al oírnos hablar castellano, decían:

-¡Ah! ¡Españoles! ¡Ole ya!

El que tenía más éxito era Téllez, el anticuario.

Al de Nájera le vimos poco después con una muchacha guapa, que dijo que era de Valladolid. El hombre, que había estudiado en esta ciudad, se conmovió y perdió los estribos. Bebió, se exaltó, se puso a hablar como un descosido con el sombrero en el cogote, y lo perdimos de vista.

-Este paisano nuestro va a liquidar el esmalte en un momento -dijo el anticuario.

-Sí; poco le van a durar los cuartos.

-Bueno; yo me voy.

-¿Va usted hacia la orilla izquierda?

-Si. Vivo cerca del jardín del Luxemburgo.

-Pues yo también. Si quiere usted, iremos andando.

-Muy bien.

Salimos del teatro a los grandes bulevares, y luego por el bulevar Sebastopol, a cruzar el río y tomar el bulevar Saint-Michell. La noche era tibia y hermosa.

-Este mozo se va a gastar el dinero en cuatro o cinco días -dijo Téllez.

-Probablemente.

-Y quizá lo necesite.

-No sé, yo apenas le conozco.

-Pues mire usted: yo comencé mi fortuna por un esmalte que adquirí por casualidad, mejor dicho, que no lo adquirí, porque me vino como llovido del cielo. Le contaré el caso, si no le aburre.

-Hombre, no.

Se veía que al anticuario le gustaba hablar castellano, sin duda para convencerse de que lo recordaba.

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II. De bohemio

-Pues verá usted. Hace diez años vivía yo en una buhardilla de la calle de Vaugirard, enfrente del jardín del Luxemburgo. La casa, por fuera, era elegante. Tenía un patio palaciego; hasta el segundo piso, una escalera muy ornamental, y del segundo al tercero, una escalerilla de madera apolillada y estrecha.

Yo era pintor. Había estudiado en la Escuela de Bellas Artes de Madrid y tenía una pequeña pensión del Ayuntamiento de mi pueblo.

Vivía en un cuartucho, por el que pagaba treinta francos al mes, con una alcoba con su balconcillo al tejado y un rincón que yo llamaba mi estudio, con una claraboya en el techo.

En la alcoba había una chimenea, y en el estudio, una estufa.

En invierno se pasaba un frío terrible, y en verano, de día, no se podía estar de calor. En invierno había el recurso de meterse en la cama, con todas las mantas y abrigo encima. En verano, después de las horas de calor, se abría y se refrescaba el cuarto, y si no quedaba del todo fresco, se podía salir a dormir al tejado.

No había aún luz eléctrica, y para trabajar empleaba un quinqué de petróleo, y para acostarme, una vela.

Entonces yo era un hombre un poco salvaje y consideraba que no necesitaba de nadie.

Era capaz de ponerme unas medias suelas, de coserme los botones que se me caían y de zurcirme la ropa. No sabía apenas hablar francés ni me importaba.

En invierno yo mismo guisaba en la estufa; en verano comía en restaurantes de un franco y de un franco y diez, y estaba contento. Muchas veces no hacía más que una comida al día.

No me importaba más que lo mío. Para mí no había más que la pintura, y discutía de ella con vehemencia y terquedad. Tenía algunos conocidos y paseaba con ellos en el Jardín de Luxemburgo.

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A pesar de esto, no estaba a la moda. La moda entonces era ser impresionista, usar barba, melenas y pipa y pintar paisajes con mucha pasta de color. A mí no me gustaba ni la barba ni las melenas ni la pipa, y hacía una pintura correcta y discreta. Sabía dibujar de una manera un poco académica. No tenia sentido del color. Esto tardé bastante en comprenderlo; pero al último lo comprendí. Los compañeros me decían que era pompiet, lo que me indignaba un tanto; pero yo vendía alguno que otro cuadro, y esto para mí era una compensación.

Era también exacto en el cumplimiento de mis obligaciones; pagaba al casero y al sastre, y no hacía tonterías.

Después comprendí, como le digo a usted, que no era un artista. Generalmente, el artista es un extravagante y no tiene buen sentido.

Casi todos los sábados, por la noche, solíamos ir a un café que hace esquina a la calle Soufflot y al bulevar Saint-Michell, que se llamaba, y supongo que se llama, La taberna del Panteón. Estábamos una noche diez o doce bohemios charlando, entre los cuales abundaban los melenudos de barba y pipa. En el grupo había cuatro o cinco chicas y una que era modelo de escultor. Esta muchacha, griega, tenía formas clásicas. Vivía o había vivido hasta entonces con un artista italiano, pequeño y calvo.

-Y ese escultor italiano, ¿dónde anda? -preguntó alguno a la griega.

-Ése es un cochino-contestó ella.

-¿Pues? ¿Qué ha hecho?

-Se ha marchado sin pagar la casa. Esos italianos son unos cerdos. Quisiera que los mataran a todos.

-Son muchos -dijo uno- para hacer esa matanza.

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La griega siguió diciendo improperios contra los italianos, cuando vimos a un señor viejo, de barba blanca, que estaba en una mesa próxima acompañado de una muchacha pálida, que se ponía rojo, miraba a la que le acompañaba con aire triste y al mismo tiempo indignado, se levantaba, pagaba y se marchaba con ella.

-Ha afrentado usted a ese pobre viejo, que debe de ser italiano -advirtió uno.

-¿Por qué no ha protestado? -dijo la griega-, hubiéramos discutido.

-Sí; podían haber discutido lo que han hecho los italianos desde Rómulo y Remo hasta la Triple Alianza -aseguró alguien con ironía.

-Yo no sé quiénes son Rómulo y Remo -afirmó la griega.

-Naturalmente; ¿para qué?

-Pero hay que reconocer que hablando se entiende la gente.

-Otros creen lo contrario.

-También hay que reconocer que eso de no pagar el hotel no es exclusivo de los italianos, sino internacional -dijo uno de los pintores.

Nos olvidamos de la cuestión y seguimos hablando de nuestras cosas. La modelo griega encontró pronto un rumano que le acompañaba.

Unos días después, en el jardín de Luxemburgo, vi al viejo italiano y a la muchacha pálida que habían estado cerca de nosotros en el café, y a quien las palabras de la modelo griega había hecho levantarse con aire de indignación.

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III Lorenzo Borda

El viejo italiano era un tipo de garibaldino: barba tupida y blanca, melenas, sombrero de ala ancha, corbata flotante y carrick con esclavina. La muchachita tenía aire de madonna: las facciones muy finas y la expresión amable.

Les seguí a los dos. Ella se dio cuenta enseguida. Vivían en una casa próxima a la mía.

Me dediqué al espionaje amoroso, y vi que solían ir con frecuencia a una tienda de antigüedades de la calle del Bac. Me presenté en la tienda, hablé con el dueño y me ofrecí como restaurador. En la conversación me referí al viejo italiano y a la muchacha y averigüé que él se llamaba Lorenzo Borda; ella, que era su nieta, Carlota Ferrari. Hacían juguetes y restauraciones.

Sabiendo su nombre, escribí a la muchacha e intenté dejar la carta en la portería; pero la portera me dijo que tenía orden de no recibir ninguna carta para aquellos inquilinos.

Un día, sospechando si desde los tejados próximos a mi casa se vería el cuarto de Carlota Ferrari, salí de exploración, gateando, y desde una azotea de cinc vi a Carlota delante de una ventana, trabajando.

Ella me vio también y quedó estupefacta. La mostré un papel, dándole a entender que tenía una carta para ella. Ella movió la cabeza como aceptando. Al día siguiente se la di en el paseo, y desde entonces comenzaron nuestros amores.

Carlota Ferrari hizo, poco después, que el dueño de la tienda de la calle del Bac me presentara oficialmente a Lorenzo Borda, el viejo italiano, abuelo de la muchacha. Desde entonces comencé a acompañarlos en el paseo a los dos, y más tarde entré en su casa.

El señor Lorenzo era muy suspicaz en ocasiones, y en otras muy confiado.

El viejo italiano y su nieta hacían juguetes mecánicos y restauraban muebles y porcelanas. De esto vivían. Por entonces trabajaban casi únicamente para la tienda de antigüedades de la calle del Bac. Yo comencé a ayudarles, y a cambio de mi colaboración comía con ellos.

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Tenían el señor Lorenzo y su nieta una casa pequeña, formada por un cuarto con una ventana al tejado, con su hornillo para hacer la comida, mesa de trabajo y dos alcobas estrechas con tragaluces. La alcoba de Carlota solía estar siempre cerrada; la del viejo Lorenzo tenía un camastro bajo, una silla y un baúl grande lleno de herrajes.

Ya sabe usted la vida de los extranjeros aislados y sin conocimiento en un pueblo inmenso como París. A las pocas semanas son como de la familia. Luego, con la misma facilidad que se hacen amigos, riñen y se separan para siempre.

El viejo Lorenzo me contó su vida. Hablaba conmigo una jerga entre italiana y francesa que estaba a la altura de la francoespañola que yo empleaba. El padre de Lorenzo le había dejado, al morir, un taller de relojero en la calle principal de la ciudad de Pavía, en el Corso di Porta Nuova. Lorenzo Borda tenía gran cariño por su ciudad y protestaba de que algunos lo considerasen como un pueblo triste.

-¿Oh, no! Yo no digo que sea tan grande y animada como Parigi...

-No, no. Es evidente -replicaba su nieta, sonriendo.

En la juventud, Lorenzo había tomado parte en las intrigas del revolucionario Mazzini. Su taller de relojero había sido un punto de reunión de carbonarios. Su yerno Ferrari, el padre de Carlota, abogado venido de Brescia, que anduvo mezclado en la política, fue perseguido y marchó a vivir a Marsella.. Lorenzo Borda, ya viudo, no podía vivir sin Carlota. Traspasó la relojería, cogió algún dinero y se fue a Marsella.. Ferrari murió, y entonces el viejo y la niña se trasladaron a París, donde vivían con gran modestia de su trabajo.

El viejo italiano se lamentaba siempre de sus apuros. Carlota y yo estábamos cada vez más unidos. Nuestra gran ilusión era pasear por el jardín de Luxemburgo.

Lorenzo no se expresaba bien en francés. Esto ya, para él, era imposible. Carlota, sí; lo hablaba como una parisiense, pero no del pueblo, sino de la clase ilustrada.

Carlota me convenció de que debía aprender el francés. Cada día me obligaba a estudiar una relación de Chateaubriand o unos versos de Racine, y me corregia la pronunciación. Íbamos también al teatro del Odeón. El anticuario de la calle del Bac nos daba, a veces billetes de favor.

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En esto, un día descubrimos en el escaparate de una tienda de antigüedades de la calle de Babilonia una caja de música con unos muñecos. No era ninguna maravilla. Desde que la vio, el abuelo comenzó a hablar a todas horas de una caja de música que había en su casa, en Pavía. ¡Aquélla era caja! La tenía su hermana Matilde; pero no era sólo suya, sino de los dos. Habían heredado por partes iguales la caja y otros muebles, pero él no había retirado ninguno.

Su hermana Matilde, viuda de un empleado, era un poco avara. Le había dicho a Lorenzo que la caja de música estaba tasada en mil liras, y que si le enviaba la mitad, quinientas, se la daría.

Pero, ¿es que vale? -le pregunté yo.

-¡Oh, sí; mucho, mucho!

Y el viejo la describía con grandes extremos.

-¿Y de dónde procede?

Según Lorenzo, su tío abuelo Paolo había sido médico del ejército austriaco y había estado en Francia, cuando la caída de Napoleón, con los aliados. Se decía que allí había comprado objetos de mucho valor. Estos objetos de gran valor no habían salido a la superficie. El padre de Lorenzo, sobrino del médico, no había heredado más que algunos cuadros, libros, relojes; nada de gran importancia.

Lorenzo pensaba si la caja de música tendría algún secreto.

-¡Ah, si yo tuviera esas quinientas liras para mandárselas a mi hermana! -decía el abuelo.

De oír con frecuencia esta lamentación, me comenzó a preocupar, y dije a Carlota:

-¿Tú crees que valdría la pena de pedir esa caja de música?

-No sé. El abuelo está ya tan trastornado...

-Porque yo tengo ahorrados unos quinientos francos.

-No sé qué decirte. Yo no he visto la caja de música.

-¿Y si es algo que vale?

Me decidí, y le dije al señor Lorenzo que le prestaba las quinientas liras. El abuelo se puso loco de contento.

Escribió a su hermana Matilde, que contestó que si le enviaban de antemano las quinientas liras mandaría la caja de música a porte debido.

-Mi hermana es avara, muy avara -repitió Lorenzo.

Se envió el dinero a la signora Matilde Borda, y ésta mandó a su hermano unas cartas y un talón.

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Pasó el tiempo y la caja no llegaba. Fuimos varias veces a la estación. Nada.

Habíamos hecho un mal negocio. El abuelo estaba abatido.

-Es la jettatura -decía-, la jettatura. A mí no me puede salir nada bien.

Y se lamentaba y se quejaba amargamente.

Carlota y yo solíamos ir a los almacenes de la compañía del ferrocarril adonde llegaban las mercancías de Italia y de la zona mediterránea francesa.

Al fin un mes y medio más tarde, después de varios viajes infructuosos, apareció la caja de música en un rincón de un almacén, metida en un baúl viejo, negro y roto y atado con unas cuerdas zarrapastrosas. Sin duda, nadie lo había tomado en cuenta ni había querido quedarse con aquel bulto, que había andado seguramente tirado por los rincones de las estaciones. Los mozos nos dieron algunas bromas a Carlota y a mí al mostrarnos aquel baúl destrozado y lleno de Polvo, y al tomar un coche y poner el baulito en el pescante, el cochero nos preguntó con ironía si era nuestro equipaje o nuestro ajuar de bodas.

Carlota se encolerizó al oír estas bromas.

Llegamos a la casa, y yo subí como pude el baúl hasta la buhardilla, ayudado por la muchacha.

Al sacar la caja de música, su mal aspecto nos dejó desilusionados. Los muñecos que tenía sobre la tabla de arriba estaban doblados y con muchas piezas rotas, y a los cilindros de cobre les faltaban púas; así que el aparato sonaba muy mal.

“Esto creo que no vale nada -pensé yo-. Hemos hecho, indudablemente, un mal negocio.”

El abuelo miraba su caja de música con la sonrisa del conejo.

Comenzó a ver si la arreglaba, y notando que no lo conseguía, la envió al taller de un mecánico de la calle de Babilonia, amigo suyo. Éste tardó en componerla cerca de un mes. Le puso las púas que faltaban a los cilindros de cobre y renovó una porción de piezas de los muñecos que tocaban y de las dos bailarinas.

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El mecánico puso, como cuenta de su arreglo, doscientos francos, que tuve que pagar yo.

-Esto va a ser un negocio ruinoso para nosotros -me decía Carlota.

-Sí, me parece que sí.

Al abuelo le entró la manía de perfeccionar la mecánica y de restaurar la cara, las manos y los trajes de los muñecos. Quedó la caja de música muy bien, como la ha visto usted.

Como el viejo no trabajaba, yo le tenía que sustituir. Carlota y yo hacíamos muñecos con rapidez. El señor Lorenzo miraba y oía su caja, la arreglaba y perfeccionaba constantemente; limaba una palanca, sustituía una rueda, ponía aquí una cuerda de guitarra y restauraba con pintura las desconchaduras de los muñecos. El hombre estaba loco de entusiasmo con su aparato.


 

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IV. La princesa

Al llegar al bulevar Saint-Germain, Téllez, el anticuario, me invitó a sentarme y a tomar un bock en la terraza del café de Flora. Hacía una noche templada. Téllez prosiguió su relación.

-No sé si usted se ha fijado en mi caja de música -dijo-. Tiene sobre la tapa cinco muñecos músicos, articulados, en fila, con trajes de 1830 al 1850, o quizá más tarde. El de en medio, con frac azul, de botones dorados, chaleco blanco, barba y melenas, dirige la orquesta; a sus dos lados, uno toca el violín, y el otro el violonchelo; en los extremos, un negro toca la flauta, y el otro el tambor. Alrededor de ellos corren y giran dos bailarinas.

La caja no tiene marca de fábrica ni fecha. Delante, bajo un cristal, hay un tarjetón en el que se leen, con letras manuscritas, las piezas de música que tiene. Éstas son: El carnaval de Venecia, de Paganini; «Ecco ridente il cielo», de El barbero de Sevilla, de Rossini.

Carlota y yo estábamos ya aburridos de oír todo esto. El viejo señor Lorenzo no se cansaba, y miraba con ojos ansiosos a sus muñecos para ver si realizaban sus movimientos con toda perfección o fallaban en algo.

No sé si porque se lo contó el mecánico del taller de la calle de Babilonia o por qué, una tarde se presentó un señor elegante, vestido de negro, con el pelo blanco y monóculo, y dijo que quería ver la caja de música.

La hicimos funcionar delante de él, y dijo que daría por ella hasta tres mil francos. El abuelo contestó que no la podía vender y que tenía que consultar con su hermana.

-Bien; consúltelo usted. Hasta tres mil quinientos francos le doy.

El señor, al marcharse, dejó su tarjeta. Por ella vimos que era vizconde y que vivía en la avenida de los Campos Elíseos. Carlota dijo a su abuelo que no había más remedio que vender la caja, porque aquellos francos nos estaban haciendo mucha falta.

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El viejo replicó que no quería venderla; que primero había que hacer pruebas.

-¿Qué pruebas? -preguntó Carlota.

-Destornillarla y deshacerla. El tío Paolo recomendó en una carta que no se vendiera la caja, y que si por una extrema necesidad nos viéramos en la precisión de venderla, que la deshiciéramos antes.

-¿En dónde lo dijo? -preguntó la muchacha.

-Aquí.

El abuelo sacó una cartera vieja del bolsillo del pecho, y, de ella, una carta amarillenta. Estaba escrita en italiano, con tinta de color de ala de mosca. Era del tío Paolo, el médico del ejército austríaco, y estaba dirigida a su sobrino, el padre de Lorenzo. Al último, le decía:

"Si no encontráis el secreto de esta caja de música de los muñecos, no la vendáis. Deshacedla. Rota os valdrá más que entera."

Esto tenía un aire misterioso y daba la impresión de que allí existía algún secreto.

El abuelo había pensado muchas veces si en la actitud de los muñecos habría alguna indicación especial que diera la clave o si esta clave estaría en la combinación de las letras del tarjetón. Lo que no quería de ninguna manera era ni vender ni romper en pedazos la caja de música.

Para impedirlo, el viejo metió el aparato en el baúl de su cuarto, y lo cerró con llave.

Seguimos Carlota y yo trabajando. Lo malo era que desde la cuestión de la caja de música el señor Lorenzo estaba inquieto y no se ocupaba de nada. Al último se puso enfermo.

Pasamos días y más días. El dinero en la casa se iba acabando.

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-¿Qué hacemos? -preguntaba yo a Carlota.

-Esperaremos otra semana, a ver.

Esperamos. Ya no fue posible esperar más, y le dijimos al abuelo que no había más remedio que vender la caja, porque si no, habría que llevarle a él al hospital, cosa que no queríamos.

El señor Lorenzo refunfuñó, dijo que le dejaran morir en paz y guardó la llave de su baúl debajo de la almohada.

Al día siguiente, por la mañana, Carlota habló con el señor Lorenzo.

-Mira, abuelo -le dijo-: tú ya sabes que nos pagan poco; con lo que ganamos Ángel y yo no hay para sostener la casa con un enfermo. Yo desearía que no fueras al hospital y que empeñáramos o vendiéramos la caja de música para sacar algún dinero; tú no quieres, pero una de las dos cosas hay que hacer: o ir al hospital o vender la caja a ese señor. Tú decide.

El viejo se lamentó e invocó a todos los santos y a la Madonna. Apretado, dijo:

-Bueno; pues antes de hacer una de las dos cosas, id a ver a una señora italiana conocida mía, a ver si quiere venir aquí y me presta algún dinero.

-¿Quién es esa señora?

-Es la princesa de Olevano-Visconti. Yo le arreglaba los relojes en su palazzo de Pavía.

-¿Vive en París?

-Sí.

-¿En dónde?

-En la calle de la Universidad.

Indicó el número, y por la tarde Carlota y yo fuimos a su casa y no encontramos a la princesa. En vista de ello, dejamos las señas del señor Lorenzo.

Al día siguiente estábamos Carlota y yo trabajando en nuestros muñecos, cuando oímos voces a la puerta y apareció una vieja de lo más estrambótica posible.

Tenía una cara de polichinela con la nariz corva y la barba en punta, los ojos claros y el pelo blanco. Hablaba como una cotorra. Vestía con un traje de seda gris; llevaba muchas joyas y unos impertinentes colgados del cuello.

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Era la princesa de Olevano-Visconti.

La princesa preguntó por el señor Lorenzo, el pobre relojero que le arreglaba los relojes en su palazzo de Pavía. “Povero! Benedetto!”, dijo.

Carlota le preguntó si le quería ver. Ella contestó que sí, que le quería ver.

Mi novia le pasó a la alcoba, y allí estuvieron hablando la princesa y el relojero durante largo tiempo.

Luego me llamaron a mí, porque, sin duda, había llegado la cuestión difícil de pedir dinero a la princesa.

Ésta quería ver primero la caja de música.

El señor Lorenzo dio a regañadientes la llave del baúl y sacamos el aparato entre Carlota y yo, y lo pusimos encima de la mesa del taller y le dimos cuerda.

La princesa hizo una de esas exageraciones cómicas. Le pareció un aparato magnífico, admirable.

-Lo más sencillo es que me lo lleve a casa. Yo llamaré a una persona entendida, y lo que ella diga que vale yo pagaré.

El señor Lorenzo protestó. Él estaba enfermo y era su único consuelo el ver aquellos muñequitos y oír la música, que le recordaba su querida ciudad de Pavía.

-Pero entonces, ¿qué quiere usted, señor Lorenzo, que yo le regale el dinero? -dijo la princesa-. ¡Oh, no! Eso, no Benedetto!; eso, no.

-Lo que podría usted hacer, señora princesa -dijo Carlota-, si fuera usted tan amable, sería darnos una cantidad a cuenta de la caja de música, y si nosotros no podemos devolvérsela, se la entregamos.

-¿En cuánto está tasada?

-Hay un señor que nos da por ella tres mil quinientos francos.

-¿No es mucho?

-El señor nos ha ofrecido esa cantidad. Si no le hemos dado la caja ha sido porque el abuelo no quiere.

La princesa reflexionó un instante, y dijo:

-Bueno. Yo aquí no tengo dinero. Yo les daré en casa mil quinientos francos, y si no me los devuelven dentro de un mes, les daré otros dos mil y me quedaré con la caja.

-Está bien. Haremos un papelito.

La princesa dictó a Carlota una cláusula de compromiso muy comercial y muy sabia. Hizo que la firmaran el señor Lorenzo y Carlota.

-Fírmelo usted también -me dijo la vieja dama.

Lo firmé

-Ahora, cualquiera de ustedes dos viene conmigo a mi casa: yo le doy el dinero y me deja el papel.

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Se decidió que fuera Carlota. Yo me quedé con el viejo, que comenzó a lamentarse amargamente.

-La princesa es avara -me dijo-. ¡Una Olevano! ¡Una Visconti! ¡Yo, que creía que me prestaría el dinero! ¡Ella, que es tan rica y que es de Pavía!

-Usted también es de Pavía -le contesté yo-; pero no habrá usted prestado a todos los paisanos que le hayan pedido dinero.

El pobre hombre comenzaba a divagar un poco. De pronto, me preguntó:

-¿Ya habéis guardado la caja de música?

-Sí -le contesté yo, aunque no era verdad.

-Pues cierra el baúl, y dame la llave.

Cerré el baúl y le di la llave, que la metió debajo de la almohada.

Poco después vino Carlota con el dinero.

-Aquí están los francos -dijo-; podremos pagar las deudas y seguir viviendo; pero será imposible devolver el dinero a la princesa, que se quedará con la caja de música, porque esa señora me parece que es tan comerciante como cualquiera.

-Sí; yo también lo creo.

Al ver la caja sobre la mesa del taller, me preguntó:

-¿Esto se ha quedado aquí?

-Sí.

-¿Y el abuelo no ha reclamado que la guardes en el baúl?

-Sí; me ha preguntado si la había encerrado, le he contestado que sí, y me ha pedido la llave del baúl, y se la he dado.

-Y ¿con qué objeto has dejado la caja fuera?

-Con el objeto de ver definitivamente si tiene algún secreto.

-¿Aunque haya que romperla?

-Claro; aunque haya que romperla.

 

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V. El secreto

Para engañar al señor Lorenzo, Carlota le pidió con insistencia la llave del baúl para ver la caja de música.

-No, no doy la llave -decía el viejo-. Cuando venga por ella la princesa, ya veremos qué se hace.

-Se la tendremos que dar -replicaba su nieta.

-Bueno, bueno; ya se verá.

-Me voy a llevar la caja de música a mi estudio -le dije a Carlota-, por si hay que andar con ella y deshacerla, que tu abuelo no se entere.

-Bueno, sí; llévala.

Busqué un carrito de mano y bajé la caja con grandes esfuerzos, y luego la tuve que subir a mi buhardilla.

«Este trasto va a ser nuestra desesperación», pensé cuando lo dejé, rendido, encima de la mesa.

Desde entonces comencé a examinarla detenidamente y a hacer suposiciones para si encontraba algún indicio que revelara su secreto. No se podía creer que el viejo médico italiano dijera lo que decía en su carta para burlarse de sus descendientes.

Todas las hipótesis que ideé, algunas complicadas y de cierto ingenio, no dieron el menor resultado.

Entonces me dirigí a un muchacho, joven mecánico del taller de la calle de Babilonia, donde habían compuesto el aparato, y le propuse que viniera a mi casa una hora después de su trabajo a destornillar la caja y los muñecos, por lo que le pagaría cinco francos. Le expliqué de qué se trataba. El joven aceptó mi proposición.

-¿Qué espera usted que haya? -me dijo.

-No sé; quizá un papel con una indicación o alguna joya le contesté.

Yo no quería que la caja quedara rota. Destornillamos todas las palancas de los muñequitos con dificultad y no se encontró nada. En el interior del cilindro, con púas, donde yo sospechaba si habría algo, no había nada tampoco.

-Vamos a desarmar también la caja.

La desarmamos. Separadas ya las tablas, encontramos que la parte del suelo tenía doble fondo. La madera de encima era distinta que las otras y estaba apolillada.

-Bueno. Mañana veremos si hay aquí algo -dije, para hacer la investigación solo.

El mecánico se marchó y me quedé con las tablas encima de la mesa.

Primero cogí un taladro, y en una esquina probé con él; hice un agujero y vi que la punta daba sobre metal.

Vacilaba en meter la hoja del cortaplumas por la rendija de la tabla. Al último me decidí.

"Esta madera, aunque se rompa al arrancarla, no puede costar gran cosa el sustituirla. Así que... adelante."

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