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María de Zayas y Sotomayor / El jardín engañoso / La inocencia castigada


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Todo este caso es tan verdadero como la misma verdad, que ya digo me le contó quien se halló presente. Ved ahora si puede servir de buen desengaño a las damas, pues si a las inocentes les sucede esto, ¿qué esperan las culpadas? Pues en cuanto a la crueldad para con las desdichadas mujeres, no hay que fiar en hermanos ni maridos, que todos son hombres. Y como dijo el rey don Alonso el Sabio, que el corazón del hombre es bosque de espesura, que nadie le puede hallar senda, donde la crueldad, bestia fiera y indomable, tiene su morada y habitación.

Este suceso habrá que pasó veinte años, y vive hoy doña Inés, y muchos de los que le vieron y se hallaron en él; que quiso Dios darla sufrimiento y guardarle la vida, porque no muriese allí desesperada, y para que tan rabioso lobo como su hermano, y tan cruel basilisco como su marido, y tan rigurosa leona como su cuñada, ocasionasen ellos mismos su castigo.

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Deseando estaban las damas y caballeros que la discreta Laura diese fin a su desengaño; tan lastimados y enternecidos los tenían los prodigiosos sucesos de la hermosa cuanto desdichada doña Inés, que todos, de oírlos, derramaban ríos de lágrimas de solo oírlos; y no ponderaban tanto la crueldad del marido como del hermano, pues parecía que no era sangre suya quien tal había permitido; pues cuando doña Inés, de malicia, hubiera cometido el yerro que les obligó a tal castigo, no merecía más que una muerte breve, como se han dado a otras que han pecado de malicia, y no darle tantas y tan dilatadas como le dieron. Y a la que más culpaban era a la cuñada, pues ella, como mujer, pudiera ser más piadosa, estando cierta, como se averiguó, que privada de sentido con el endemoniado encanto había caído en tal yerro. Y la primera que rompió el silencio fue doña Estefanía, que dando un lastimoso suspiro, dijo:

-¡Ay, divino Esposo mío! Y si vos, todas las veces que os ofendemos, nos castigarais así, ¿qué fuera de nosotros? Mas soy necia en hacer comparación de vos, piadoso Dios, a los esposos del mundo. Jamás me arrepentí cuanto ha que me consagré a vos de ser esposa vuestra; y hoy menos lo hago ni lo haré, pues aunque os agraviase, que a la más mínima lágrima me habéis de perdonar y recibirme con los brazos abiertos.

Y vuelta a las damas, les dijo:

-Cierto, señoras, que no sé cómo tenéis ánimo para entregaros con nombre de marido a un enemigo, que no solo se ofende de las obras, sino de los pensamientos; que ni con el bien ni el mal acertáis a darles gusto, y si acaso sois comprendidas en algún delito contra ellos. ¿por qué os fiáis y confiáis de sus disimuladas maldades, que hasta que consiguen su venganza, y es lo seguro, no sosiegan? Con solo este desengaño que ha dicho Laura, mi tía, podéis quedar bien desengañadas, y concluida la opinión que se sustenta en este sarao, y los caballeros podrán también conocer cuán engañados andan en dar toda la culpa a las mujeres, acumulándolas todos los delitos, flaquezas, crueldades y malos tratos, pues no siempre tienen la culpa. Y es el caso que por la mayor parte las de más aventajada calidad son las más desgraciadas y desvalidas, no solo en sucederles las desdichas que en los desengaños referidos hemos visto, sino que también las comprenden en la opinión en que tienen a las vulgares. Y es género de pasión o tema de los divinos entendimientos que escriben libros y componen comedias, alcanzándolo todo en seguir la opinión del vulgacho, que en común da la culpa de todos los malos sucesos a las mujeres; pues hay tanto en qué culpar a los hombres, y escribiendo de unos y de otros, hubieran excusado a estas damas el trabajo que han tomado por volver por el honor de las mujeres y defenderlas, viendo que no hay quien las defienda, a desentrañar los casos más ocultos para probar que no son todas las mujeres las malas, ni todos los hombres los buenos.
 

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-Lo cierto es -replicó don Juan- que verdaderamente parece que todos hemos dado en el vicio de no decir bien de las mujeres, como en el tomar tabaco, que ya tanto le gasta el ilustre como el plebeyo. Y diciendo mal de los otros que le toman, traen su tabaquera más a mano y en más custodia que el rosario y las horas, como si porque ande en cajas de oro, plata o cristal dejase de ser tabaco, y si preguntan por qué lo toman, dicen que porque se usa. Lo mismo es el culpar a las damas en todo, que llegado a ponderar pregunten al más apasionado por qué dice mal de las mujeres, siendo el más deleitable vergel de cuantos crió la naturaleza, responderá, porque se usa.

Todos rieron la comparación del tabaco al decir mal de las mujeres, que había hecho don Juan. Y si se mira bien, dijo bien, porque si el vicio del tabaco es el más civil de cuantos hay, bien le comparó al vicio más abominable que puede haber, que es no estimar, alabar y honrar a las damas; a las buenas, por buenas, y a las malas, por las buenas.

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 Pues viendo la hermosa doña Isabel que la linda Matilde se prevenía para pasarse al asiento del desengaño, hizo señal a los músicos que cantaron este romance:

«Cuando te mirare Atandra,
no mires, ingrato dueño,
los engaños de sus ojos,
porque me matas con celos.

No esfuerces sus libertades,
que si ve en tus ojos ceño,
tendrá los livianos suyos
en los tuyos escarmiento.

No desdores tu valor
con tan civil pensamiento,
que serás causa que yo
me arrepienta de mi empleo.

Dueño tiene, en él se goce,
si no le salió a contento,
reparara al elegirle,
o su locura o su acierto.

Oblíguete a no admitir
sus livianos devaneos
las lágrimas de mis ojos,
de mi alma los tormentos.

Que si procuro sufrir
las congojas que padezco,
si es posible a mi valor,
no lo es a mi sufrimiento.

¿De qué me sirven, Salicio,
los cuidados con que velo
sin sueño las largas noches,
y los días sin sosiego,

si tú gustas de matarme,
dando a esa tirana el premio,
que me cuesta tantas penas,
que me cuesta tanto sueño?

Hoy, al salir de tu albergue,
mostró con rostro risueño,
tirana de mis favores,
cuánto se alegra en tenerlos.

Si miraras que son míos,
no se los dieras tan presto
cometiste estelionato,
porque vendiste lo ajeno.

Si te viera desabrido,
si te mirara severo,
no te ofreciera, atrevida,
señas de que yo te ofendo.»

Esto cantó una casada
a solas con su instrumento,
viendo en Salicio y Atandra
averiguados los celos.

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