Zum Inhalt springen

Benito Pérez Galdós / La desheredada


Empfohlene Beiträge

-Yo no sé si será eficaz o no-dijo Isidora con tristeza y confusión-. Podrá serlo, mirando las cosas por lo bajo... Pero en cuestión de matrimonio, el gusto y el amor son lo primero...

-Es verdad que Juan Bou no es un Adonis; pero no es tampoco un monstruo... Es un hombre de bien, trabajador, sencillote, y, a pesar de sus bravatas, tiene el corazón más bondadoso y tierno del mundo.

-Lo sé, lo sé...; pero... quita allá, por la Virgen Santísima; yo no seré su mujer. No lo pienses... Este caso mío no es como otros casos-dijo Isidora, haciendo los mayores esfuerzos para que su acento expresase la convicción firmísima de su alma-. Para juzgar las cosas conviene verlas completas. Es verdad que si fuera yo nada más que lo que parezco, la cosa no tenía duda; pero tú bien sabes que sostengo un pleito de filiación con una familia poderosa; tú debes considerar que el mejor día gano el pleito, como es de ley; que paso a ocupar mi puesto y a heredar la fortuna y el nombre de esa familia, que son míos y me pertenecen. Pues bien, ¿te parece bonito que al tomar posesión de mi casa lleve colgado del brazo ese lindo dije de Juan Bou? A fe que me lucía... Miquis, tú estás lelo: yo no sé dónde tienes el talento, cuando dices ciertas cosas.

-¡El pleito! Precisamente has nombrado un desorden fisiológico que me trae a la memoria otra de las más importantes medicinas que te voy a recetar.

-¿Cuál?

-Resumamos. Primero mudar de aires; luego entonarte con una enseñanza primaria; después sigue la gran toma, el casorio con Juan Bou, y por último viene la extirpación del cáncer, que es la idea del marquesado».

Isidora creía escuchar el mayor de los insultos.

«Si de ese modo quieres curarme-dijo con altivez-, renuncio a tus medicinas.

-Entendámonos-añadió Miquis rectificando-. Si tus derechos no son una farsa, si hay algo de serio y legítimo en eso, enhorabuena que siga adelante tu pleito. Lo que yo quiero es que no consagres tu vida a la idea de ocupar una posición superior, que no vivas anticipadamente en ella con la imaginación, sino que tengas paciencia y reposo de espíritu... ¿Que ganas el pleito? Pues bien; te embolsas tu herencia y sigues, con tu marido, en la esfera de modestia, quietud y desahogo en que todos vivimos. ¿No quieres? ¿No aceptas mi plan?

-No lo acepto, no-dijo Isidora de muy mal humor-. Es un plan tonto.

-¡Ah mimosa! ¿Sabes lo que debo yo hacer, en vista de tu rebeldía? Pues no tenerte lástima, no interesarme por ti, y mirarte como tierra común en la cual todos tienen derecho a sembrar sus deseos para recoger tu deshonra. Desgraciada, si no acabas en la casa de Aransis, acabarás en un hospital.

-Bien, me agrada eso. O en lo más alto o en lo más bajo. No me gustan términos medios.

-Y sin embargo en ellos debemos mantenernos siempre... ¿Conque quedamos en eso?

-¿En qué?

-En que, rechazado por ti mi tratamiento, te debo considerar como incurable y hacerte el amor.

-¡Qué disparates dices!

-¿Vámonos al Retiro?... ¿Te acuerdas de aquellos paseítos, del Museo, de las fieras, de las naranjas que nos comimos entre los dos?

-Bien me acuerdo... Déjate de tonterías.

-No, no creas que voy a repetir ahora lo que entonces te decía. No habrá aquello de «me caso contigo». Entonces te lo decía; pero no pensaba hacerlo, no creas...

-Ya lo suponía.

-¡Y la verdad es que me gustabas muchísimo!... Y si he de serte franco, creía hacer contigo la gran conquista. Yo quería acreditarme entre mis compañeros, y decía para mí: «Esta no se me escapa.» ¡Y qué traidoramente se me escapó! Hoy nos encontramos otra vez. Tú, después de dar mil vueltas, vienes a mí... Pues mira, simplona, te juro que en este momento, vista tu terquedad en no dejarte curar, debiera yo ponerte los puntos..., y si no fuera por esta...».

Se levantó, y, tomando un retrato que sobre la mesa estaba, lo mostró a Isidora.

«¡Ah!, tu novia... Ya sé que te casas pronto, maulón. ¿Sabes que no vale nada?

-Te pego si lo vuelves a decir. Vale más que tú. No es muy guapa; pero es un ángel.

-Si no vale dos cominos-dijo Isidora riéndose descaradamente ante el retrato.

-¿Qué entiendes tú de eso? Esta, esta que ves aquí es mi salvaguardia contra ti; es mi patrona, mi abogada, mi Virgen del Amparo. Por esta, ¿la ves bien?, por esta con quien me casaré el lunes, Dios mediante, me libro del peligro de tenerte ante mí, y me hago un señor héroe, y atropellando por todo, te doy la batalla y te venzo y por fin me salvo, aunque no quieras... Esta tarde misma hablaré con Emilia, y mañana te irás a vivir con esa gente, para que aprendas, víbora, para que veas, pantera, para que sepas, demonio con faldas, lo que es el bien».

A cada frase daba un paso hacia ella, amenazándola con el retrato. Ya Isidora se había serenado bastante, y no veía las cosas tan tétricamente como antes. Él, por su parte, iba dejando de mano la gravedad de médico, el énfasis de moralista, y tomaba a ser, por gradación rápida, el Miquis de antaño, ingenioso, alegre y vivo, con su follaje de palabrería metafórica y su corazón repleto de bondad.

«No me acordaba de que tengo que escribir unas cartas-dijo Isidora repentinamente-. ¿Me las dejas escribir aquí, en tu mesa?

-Sí, sí, ángel ponzoñoso»-contestó Augusto, en cuya alma retoñaban devaneos estudiantiles.

Precipitadamente sacó papel, sobres. Isidora se sentó en el sillón de la mesa de despacho, él la dio pluma y ella se puso a escribir. Mientras la joven despachaba su correspondencia, que era algo larga, Miquis se paseaba, las manos metidas en los bolsillos, y miraba a Isidora con expresión entremezclada de asombro y miedo, diciendo para sí:

«Fuera ciencia, fuera gravedad... Juventud, no te me vayas sin dárteme a conocer... Tiempo hay de encerrarse en esa armadura de cartón que se llama severidad de principios».

Y volvió al paseo, y a echarle ojeadas y a meditar.

«Pero si me caso el lunes, y hoy es miércoles... ¡En qué ocasión se le ocurre a uno casarse!... Estoy entre el altar y el abismo... Hombre, homo sapiens de Linneo, no te deslices, coge una piedra y date con ella en el pecho como San Jerónimo. Honradez, tienes cara de perro...».

Isidora dejó de escribir, poniendo la pluma a un lado.

«Voy a descansar un ratito.

-Aunque sean dos ratitos, chica... Ya sabes que tengo el mayor gusto... Estás en tu casa...

-Vaya que tienes un bonito cuarto. Pero, hombre, ya podías haber puesto ese esqueleto en otra parte. ¡Qué horror!

-Quiero estar contemplando a todas horas la miseria humana.

-¿De quién serían esos pobres huesos?...

-Son de mujer. Quizás una tan hermosa como tú... Mírate en ese espejo.

-Gracias, chico. Tus espejos son muy particulares. ¡Y cuánto librote! A ver. ¡Jesús, que títulos! Todo Medicina. ¡Qué lástima de dinero empleado en esto! Tanto libro para no saber nada. Porque tú no sabes nada, Miquis; eres un ignorante, un tonto.

-Quizás estás diciendo la más profunda verdad que ha salido de esos labios, de esas envenenadas rosas. Sí, soy un mentecato. Desprecia a Miquis, que habiendo descubierto un tesoro, permitió que ese tesoro fuera para todos menos para él. El simple y desventurado Miquis ha sido un libertino del estudio; sus calaveradas han sido las calaveras. A su lado pasó, coronada de rosas y con la copa en la mano, la imagen de la vida, y Miquis volvió los ojos para contemplar embebecido, ¡ay!, la rugosa faz de los catedráticos. La ocasión de vivir, de gozar, de ver cara a cara el ideal, de tocar el cielo, se le ha presentado varias veces; pero Miquis, este memo de los memos, en vez de poner la mano en toda ocasión hermosa, se iba a descuartizar cadáveres... ¡Y este Miquis se casa el lunes, es decir, que el lunes cierra la puerta a la juventud y entra en la madurez de la vida, en el régimen, en la rutina y método! Para él se acabó lo imprevisto; se acabarán los deliciosos disparates. ¡Desgraciada la boca tapiada a la risa! Ahora, ciencia, trabajo, suegro, amas de cría. Terrible cosa es recibir el adiós a la libertad, y ver la espalda a la juventud fugitiva. ¡Bienaventurados los chiquillos, porque de ellos es la vida!

-Tienes una bonita casa-dijo Isidora sin hacerle caso-. ¿Cuánto te cuesta?

-A ti nada te importa, pues no me la has de pagar. ¿Han concluido tus cartas?

-Voy a concluirlas».

Link zu diesem Kommentar
  • Antworten 327
  • Erstellt
  • Letzte Antwort

Top-Benutzer in diesem Thema

  • Rita

    328

Y él volvió a pasearse y a mirarla... ¡Qué hermosa estaba! ¿Quién lo metía a él a moralista ni a redentor de samaritanas? Soltó una carcajada en lo recóndito de su ser, allí donde su alma contemplaba atónita la imagen de la ocasión. «Pero me caso el lunes, el lunes...». Miró el retrato de su novia...

De pronto suena la campanilla, entra un señor y pasa a la sala... Es el papá de la novia de Miquis, que viene a consultarle un punto de Higiene. Augusto deja a Isidora en su despacho, y tiene que resistir durante una hora la embestida de su suegro, el cual le habla de Sanidad y de la fundación de la Penitenciaría para jóvenes delincuentes.

Cuando su suegro se marcha, Miquis vuelve al despacho. Está aturdido; la visita le ha dejado insensible. Hay en su cuerpo algo del efecto de una paliza; pero está fortificado interiormente. Isidora aguarda ansiosa. Está pálida y ha llorado un poco, porque no puede apartar del pensamiento que su hijo y su padrino no tienen qué comer aquella tarde.

«¡Cuánto has tardado! Es pesadito ese señor. En fin, amigo, yo siento molestarte. Acuérdate de lo que te dije al entrar».

Miquis hace una rápida exploración en su alma, encuentra en ella algún desorden y dispone que todo vuelva a su sitio. «Soy un hombre sublime-dice para sí-, un hombre de honor y de caridad, soy también un hombre que se casa el lunes».

Isidora le había dirigido al entrar una súplica angustiosa, elocuente expresión salida de los más sagrados senos del alma humana. Juntando el quejido de la necesidad a la súplica del pudor, Isidora le había dicho: «Dame de comer y no me toques».

Miquis abre su bolsa a la desvalida hermosa, y con magnánimo corazón le dice:

«Mañana estarás en casa de Emilia».

Link zu diesem Kommentar

-II-

La admitieron. ¡Tanto pesaba en aquella casa la recomendación de Miquis, que había salvado del croup al niño mayor, y de los peligros de la dentición al más pequeño!

Ya sabe el lector cómo Emilia de Relimpio se casó con su primo, el hijo del ortopédico, que llamaba cláusulas a las cápsulas; matrimonio degradante si se le mira desde la altura de las pretensiones de D.ª Laura; pero muy natural, proporcionado y acertadísimo, siempre que la interesada lo mirase al nivel de sus sentimientos y de su porvenir moral y práctico. Juan José Castaño era tan hábil como su padre, y le superaba en inventiva y en asimilarse los descubrimientos y novedades del arte ortopédico. Sostenía el crédito del establecimiento y ganaba mucho dinero, porque, desgraciadamente para la Humanidad, parece que esta es una vieja máquina que se desvencija y deshace, hallándose cada día más necesitada de remiendos y puntales, o llámense muletas, cabestrillos, fajas, cinchas, suspensorios, etc. Nada, nada, nos desbaratamos. Unos dicen que es por estudiar mucho, otros que por gozar demasiado, y alguien echa la culpa a las armas de precisión; pero, cualquiera que sea la causa, ello es que la Ortopedia tiene un porvenir tan brillante como el de la Artillería. Son dos ciencias complementarias como la Filosofía y el Alienismo.

En su pacífica y laboriosa vida, Emilia, mujer de buen fondo y excelente corazón, se había curado de aquellas tonterías de aparentar y suponerse persona encumbrada. No volvió a ponerse sombrero más que cuando iba de viaje los veranos, ni a tratar de parecerse a las niñas de Pez, las cuales (dicho sea de paso) continuaban tratando de imitar a las niñas de los duques de Tal. Poseía un sólido bienestar; ella, su marido y sus hijos satisfacían plenamente sus necesidades, y de añadidura tenían buenos ahorros, un establecimiento de primer orden, y además, como perspectiva risueña, la hermosa finca de Pinto, con otras riquezas que el viejo guardaba. En suma, Emilia había tomado un magnífico sitio en el anfiteatro de la vida, donde tantos están en pie o pésimamente sentados. Su marido era sencillo, bueno, cariñoso, sin más defecto que el querer hacer las cosas demasiado bien y pronto, por lo que siempre estaba en riña con sus oficiales.

Link zu diesem Kommentar

Por más que Isidora reconociera la importancia moral de aquella casa, no podía remediar que le fueran antipáticos el establecimiento, la tienda, llena de feísimos objetos, la trastienda donde trabajaban Rafael y sus oficiales, y la vivienda toda, honrada, virtuosísima, modelo de dignidad, de laboriosidad y de cristianismo, pero impregnada de un cierto olor de badana cruda, con malas luces y ruidos de taller.

Este juicio no excluía el agradecimiento que tenía a Juan José y a Emilia. ¡Insigne mérito y bondad había en ellos al admitirla, cuando, si la despreciaran, estaban en su derecho! Y véase aquí la eficaz influencia del medio ambiente. A los tres o cuatro días de estar allí, el espíritu de Isidora se adaptaba mansamente a la regularidad placentera de la casa, a la poca luz, al olor de badana, a la vista de los feos objetos, y notaba en sí una tranquilidad, un gozo que hasta entonces le fueron desconocidos. Riquín hizo tan buenas migas con los dos chicos de Emilia, como si se hubieran criado en la misma cuna. Todo el santo día lo pasaban enredando desde la trastienda a la cocina e inventando diabluras. Don José era el que parecía menos feliz. Estaba triste, según decía, por la falta de ocupación. Castaño, que no necesitaba tenedurías, le empleó en llevar recados y cobrar cuentas; pero aunque el buen señor desempeñaba estos encargos con docilidad, bien se le conocía que su principal gusto era no hacer nada, contemplar a Isidora, pasear con ella, y prestarle cuantos servicios hubiese menester.

Miquis solía pasar por allí, pero estaba muy poco tiempo. Como vivía enfrente, por las tardes enviaba con su criada unos papelitos que hacían reír a Isidora, a Emilia y al mismo D. José taciturno. He aquí una muestra:

«RÉCIPE.-Del extracto de paciencia, 100 gramos. Del ajetreo de máquinas de coser, c. s. Mézclese y agítese s. a. Para tomar a todas horas.

DOCTOR MIQUIS».

«¿Ves?-decía Emilia, riendo-. Te manda que trabajes y me ayudes a coser en la máquina. Este Miquis es lo más salado... ¡Y qué razón tiene! Ocuparte en algo es lo que más te conviene. Cuando se pone la atención en cualquiera labor, no hay medio de pensar tonterías».

Bien lo comprendía la enferma; así, desde el primer día empezó a adiestrarse en la soberbia máquina de Singer que Emilia poseía. ¡Bien, bien! Con un poco de aplicación llegaría a dominarla. Al siguiente, otro papelito:

«RÉCIPE.-De la infusión de raíz del olvido, 25 gramos. De esencia de modestia, 7 toneladas. Disuélvase en agua de goma, añádase la ipecacuana, o sea Juan Bou, y háganse 40.000 píldoras para tomar una cada segundo, con observación.

DOCTOR MIQUIS.

Nota. El cual entra mañana en capilla. Cantad la salve de los presos».

Aunque las recetas eran de burlas, no desestimaba Isidora la prudente lección contenida en ellas. Hizo propósito firme de trabajar, de poner en olvido ciertas cosas, originarias de su perdición, y de acortar los orgullosos vuelos de su alma. Otro papel apareció diciendo:

«Se recomienda a la enferma que ayude a su patrona en cosas de la casa para que se vaya instruyendo, y que en las horas de descanso se dé un atracón de lectura. Le recomiendo el Bertoldo, el Año cristiano o las Páginas de la Infancia. Adiéstrese en contar para que se familiarice con las cantidades. En esto le podrá servir el águila de Patmos de la Contabilidad, su padrinito. Se recomienda especialmente a la enferma que si va Juan Bou (alias Ipecacuana), le reciba con amabilidad. El pobre está triste, aunque espera una herencia.

Link zu diesem Kommentar

»Nota. El patíbulo de miel está armado en la capilla de los Desamparados. Orad por Miquis».

Por la noche fue Miquis un momento cuando estaban comiendo. ¡Qué algazara! Los tres chicos corrieron hacia él, y mientras uno se le colgaba de un brazo, el otro se le enredaba en una pierna, y todos le aclamaban como si el joven doctor fuera el más divertido de los juguetes. Isidora y Emilia le sacaron el tema de su boda, y ya le felicitaban, ya le hacían burla, mientras él, tan pronto hacía el panegírico de su futura como se lamentaba de perder su libertad. Subió luego al piso principal a ver a una anciana, madre de la célebre modista Eponina. Esta era una habilidosa francesa de mucha labia y trastienda, que en pocos años había hecho gran clientela. La vecindad fue causa de que Eponina y Emilia entablaran amistad. Algunas noches bajaba la francesa a casa del ortopedista, y otras los de Castaño subían al taller de modas. Isidora ya tenía conocimiento con Eponina, porque esta le hizo algunos vestidos en los prósperos tiempos botinescos. Conocedora Eponina del buen gusto de la de Rufete, siempre que esta subía mostrábale sus galanas obras, pidiéndole parecer, de lo que Isidora recibía mucho gusto, si bien este se desvanecía con el desconsuelo de ver tantas cosas ricas que no eran para ella. Luego, al volver a la ortopedia con el cerebro lleno de peregrinas visiones de trapos y faralaes, caía en profunda tristeza...

De esta manera pasaron algunos días. Miquis les envió los dulces de la boda, acompañados de estos renglones:

«Desde la mazmorra de flores, desde el delicioso ataúd de la luna de miel, el inmolado Miquis saluda a los señores de Castaño y a la señora de Bou. Recomiendo a esta la calma. He sabido con disgusto que ha contravenido mis prescripciones higiénicas, remontándose al taller de madama Eponina, y probándose varios vestidos de baile para ver su buen efecto. Eso es muy peligroso y reproduce la fiebre. Prescribo el alejamiento absoluto de los centros miasmáticos. En los ratos que tenga libres, dedíquese la enferma a bordar unas zapatillas al Sr. Juan Bou, para lo cual dicho se está que ha de emplear dos varas de cañamazo. Eso no importa. Yo regalo el cañamazo y las lanas. La enferma irá a convalecer a la sombra del árbol de la Ipecacuana, ese árbol milagroso, señoras, que está plantado en la litografía de la calle de Juanelo, y que ansía estrechar entre sus ramas a la descendiente de cien reyes.-Saluda a todos el más novel de los maridos y el más feliz de los médicos.-MIQUIS».

Link zu diesem Kommentar

Ya no se reía Isidora de las cartas y recetas. Desde el día anterior estaba muy ensimismada, y hablaba muy poco. Atribuyendo Emilia y Castaño la repentina tristeza de su amiga a que se veía apremiada por el procurador para abonar los crecidos gastos del pleito, la exploraron con habilidad; mas ninguna explicación categórica pudieron obtener de su taciturna melancolía. Un accidente habían notado que les hizo caer en desagradables sospechas: D. José, al volver de la calle, habló en secreto con Isidora, y de aquel secreto databan el abatimiento y tristeza de la joven enferma. Observando con malicia, los esposos notaron que Relimpio salía y entraba con frecuencia, como si trajera y llevara recados, y que padrino y ahijada cambiaban recatadamente palabras breves y cautelosas. Cuatro días pasaron así, cuando Isidora salió para ir, según dijo, a casa de su procurador, y como al otro día y al siguiente repitiese el mismo viaje, los esposos se alarmaron y dieron en creer que Isidora no merecía la caritativa hospitalidad que le habían dado.

Fiel como un perro y callado como un cenotafio, D. José fortalecía de tal modo su discreción, que en esta no hallaba el más breve resquicio la curiosidad de su hija. ¡José, eres una alhaja!

Link zu diesem Kommentar

III

Y en tanto, excesivamente distraída de sus trabajos, Isidora visitaba con frecuencia el taller de Eponina, y allí se encantaba contemplando los magníficos vestidos, entre los cuales a la sazón había tres de baile. Eran para una joven condesa que tenía la misma estatura y talle de nuestra enferma. Eponina quiso que esta se los pusiera para ver el efecto. ¡Ave María Purísima!... Púsose el primero; estaba encantadora. Púsose el segundo. ¡Oh, arrebataba! El tercero..., ¡Cristo!, el tercero caía tan bien a su cuerpo y figura, que sólo la idea de tener que quitárselo le daba escalofríos. Contemplose en el gran espejo, embelesada de su hermosura... Allí, en el campo misterioso del cristal azogado, el raso, los encajes, los ojos, formaban un conjunto en que había algo de las inmensidades movibles del mar alumbradas por el astro de la noche. Isidora encontraba mundos de poesía en aquella reproducción de sí misma. ¡Qué diría la sociedad si pudiera gozar de tal imagen! ¡Cómo la admirarían, y con qué entusiasmo habían de celebrarla las lenguas de la fama! ¡Qué hombros, qué cuello, qué... todo! ¿Y tantos hechizos habían de permanecer en la obscuridad, como las perlas no sacadas del mar? No, ¡absurdo de los absurdos! Ella era noble por su nacimiento, y si no lo fuera, bastaría a darle la ejecutoria su gran belleza, su figura, sus gustos delicados, sus simpatías por toda cosa elegante y superior.

Queda, pues, sentado que era noble. ¿Por qué no era suyo, sino prestado, aquel traje, y había que quitárselo en seguida, sin poder siquiera, como los cómicos, lucirlo un momento? No era reina de comedia, sino reina verdadera. Se miraba y se volvía a mirar sin hartarse nunca, y giraba el cuerpo para ver como se le enroscaba la cola. Pero qué, ¿iba a entrar realmente en el salón de baile? Su mentirosa fantasía, excitándose con enfermiza violencia, remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse a sí misma.

De repente oyéronse pasos. Isidora y Epinona miraron hacia la sala inmediata, y vieron entrar a un hombre. Era Miquis.

«Pase usted, doctor-dijo la modista-, y verá usted cosa buena. Usted no estorba nunca».

Era Eponina mujer desordenada; mucho tiempo hacía que no pagaba al médico, el cual visitaba con gran celo a la anciana madre de la modista. Para hacerse perdonar su falta de conducta, la francesa era complaciente con Augusto, y le permitía entrar en su taller a todas horas y bromear con las oficialas. Al ver a Miquis, Isidora se turbó un momento. Después se echó a reír.

«¿Te asombra de verme vestida de baile?-le dijo-. Sé que me has de reñir; pero, vamos, sé franco. ¿Estoy bien así, sí o no?».

Absorto la miraba el joven, y con voz balbuciente, que declaraba su sorpresa y embeleso, dijo:

«Estás..., no ya hermosa, ni guapa, sino... ¡divina!

-Vamos, que te he hecho tilín.

-A un ahorcado no se le hace tilín tan fácilmente; pero... Abismo de flores, de veras te digo que si no estuviera con la soga al cuello... Pero no, ¡fuera simplezas! El médico, el médico es el que habla ahora».

Y esgrimió el bastón ante la imagen hechicera de la dama vestida de baile.

«Has contravenido mi plan; te has burlado de mis recetas. No te salvarás, Isidora. Yo te abandono a tu desgraciada suerte.

-Siéntese usted, Augusto; deje usted el sombrero»-dijo Eponina con melosa urbanidad.

Desasosegado, Miquis se sentaba primero en una silla, después en otra, luego paseaba, y de pie y andando, no quitaba los ojos de su enferma.

«Pues mira-le dijo Isidora con cierto descaro-, no me riñas, porque con tus medicinas tontas y con tu asquerosa ipecacuana no me he de curar, ni quiero curarme.

-Ya lo sé que no quieres. ¿Piensas que no estoy enterado de tus malos pasos de estos días? A los médicos no se nos escapa nada. ¿Quieres que te lo cuente?».

Isidora se turbó otra vez.

«Pues oye: la semana pasada llegó de Francia Joaquín Pez en el estado más deplorable. Sus acreedores, cansados ya de contemplarle, le han caído encima como buitres hambrientos. Su padre ha decidido no ampararle más y le ha echado de su casa...

-Es verdad, es verdad-dijo la de Rufete con emoción, preparándose a derramar lágrimas.

-El pobre hombre, con el agua al cuello, desesperado y sin fuerzas para luchar con su destino, ha recurrido a ti. Sé que te ha buscado; que te mandó un recadito con tu padrino; que fuiste a verle... Es cierto, ¿sí o no?

-Es cierto.

-Se ha refugiado en una miserable casa de huéspedes donde no hay más que toreros de invierno, jugadores y gente perdida... Le visitaste hace cuatro días; has ido después varias veces... Lo sé por el ama de la casa, que es una Aspasia jubilada, y tiene relaciones con uno de mis más desgraciados enfermos. Reflexiona lo que haces, mira bien qué pasos das y entre qué gente vas a meterte.

-Es verdad lo que has dicho. ¿Cómo es que todo lo sabes y todo lo averiguas?-dijo Isidora, rompiendo a llorar-. Augusto, ten compasión de mí. No, no me digas cosas... Él está perseguido, huye de la justicia, y ha tenido que refugiarse en un sitio, que por ser tan malo, le ofrece seguridad. No se comunica con ninguno de la casa. No le denuncies, ni me riñas a mí porque no he querido abandonarle en la desgracia.

-Perdóneme usted, amiguita-indicó Eponina con bondad-, me va usted a estropear el vestido; me lo está usted mojando con sus lágrimas.

-Me lo quitaré-replicó Isidora haciendo un gesto de niña mimosa-. Miquis, haz el favor de pasarte a la sala, que me voy a mudar de traje».

Alejose un rato el médico. Cuando volvió, ya Isidora había tomado su forma primera. Se abrochaba su vestidillo humilde diciendo: «Ya tengo otra vez la librea de la miseria».

Eponina salió, dejándolos solos. De repente Isidora se fue derecha hacia Miquis, y cruzando las manos delante de él, le dijo con acento de intenso dolor:

«¡Amigo, estoy desesperada!

-¿Qué tienes?-le preguntó él, sintiendo ante aquella pena y aquellas lágrimas una cobardía dulce.

-¡Estoy desesperada! A ti me dirijo, a ti que eres bueno y me conoces hace tiempo.

-¿Bueno yo?...-dijo Augusto con ironía-. A ver, ¿qué quieres?

-Necesito..., ¿tendré que decírtelo?..., necesito dinero.

-Ya...

-Yo no puedo estar así. Váyanse al diablo tus recetas. Te diré..., yo quiero vivir y esto no es vivir.

-Dinero para el Pez.

-No, no; lo necesito para mi procurador y para mí. Estoy vestida de harapos... No me riñas, cada cual tiene su manera de ver las cosas de la vida. Sé que me vas a sermonear, y hablarme de moral y qué sé yo... No entiendo tus medicinas. Te diré... Dios no quiere favorecerme, Dios me persigue, me ha declarado la guerra...

-¡Qué pillín!

-Yo quiero ir por los buenos caminos, y Él no me deja-prosiguió Isidora con tanta agitación que parecía demente-. Veremos si al fin me favorece. Te diré...; lo que importa es que yo gane ese pleito. Cuando lo gane, tomaré posesión de mi casa... Mucho siento no poder llegar a ella con todo el honor que mi casa merece..., pero ¿qué hacer ya? Entretanto, amigo, la miseria me es antipática, es contraria a mi naturaleza y a mis gustos. La miseria es plebeya, y yo soy noble.

-Isidora-declaró Augusto con seriedad-, al nacer te equivocaste de patria. Debiste nacer en Francia. Eres demasiado grande, eres un genio y no cabes aquí. ¿Quieres el último consejo? Pues vete a París. Allí encontrarás tu puesto. Aquí te degradarás demasiado. Aquí no las gastamos de tanto lujo como tú».

Levantose para marcharse.

«No, no te vas-dijo ella deteniéndole con fuerza por un brazo-; no te vas sin decirme si puedo contar contigo.

-¿Para qué?»-murmuró el médico temblando.

¡Sentía un frío...!

«Yo necesito una cantidad-dijo Isidora febril, los labios secos.

-No puedo... complacerte-repuso el joven, dejándose caer en una silla.

-Sí puedes, sí puedes. ¡Augusto, por amor de Dios!..., socórreme, socórreme. Te diré...

-Si es nada más que un socorro...».

Link zu diesem Kommentar

Miquis, turbado hasta lo sumo, aprecio con rápida ojeada interior su situación. ¡Se había casado seis días antes, estaba en la luna de miel!... ¡Ser traidor a su joven y amable esposa! «No, no, no», gritó para sí, y luego, en voz alta:

«Pobre mujer, criminal o desgraciada, noble, plebeya o lo que seas, yo no te puedo amparar... Busca en otra parte...

-¡Ah! ¡Qué amigos estos!-exclamó ella en lo último de la angustia-¡Y luego nos injurian si al vernos desamparadas corremos a la degradación! Bueno, bueno; me perderé, me arrastraré».

Miquis cerró los ojos para no verla. Si la veía un momento más estaba perdido... Por lo que, sin añadir una palabra, echó a correr fuera del gabinete y de la casa.

Iba por la calle adelante, satisfecho de su triunfo, cuando sintió rápidos y leves pasos detrás de sí. Al mismo tiempo oyó que le llamaban. Una mujer corría tras él. Al reconocer a Isidora, el pobre médico tembló de nuevo.

«Tengo un recelo-le dijo Isidora agitadísima, la voz balbuciente, la expresión turbada y agoniosa-. No me has comprendido... Habrás creído tal vez que deseo ser tu querida, que te he propuesto que me compres... No me juzgues mal; yo quiero ser honrada. Si no lo consigo es porque..., te diré...

-¡Honrada!

-Sí, sí. No me comprendes. Sí me socorres, yo te pagaré..., dinero por dinero.

-Déjame en paz-dijo Miquis retirándose.

-No, no te vas-replicó ella deteniéndole con fuerza-. Estoy desesperada. Necesito... En último caso, paso por todo.

-Soy pobre.

-La desesperación es ley, Augusto. Te hablaré con el corazón; te diré... Yo no quiero más que a un hombre. Por él doy la vida, y en último caso el honor... Di, ¿me favoreces?

-Lo que necesitas, ¿es para comer?

-No; necesito mucho.

-No puedo, no puedo».

Link zu diesem Kommentar

«Augusto, Augusto-exclamó ella colgándosele del brazo-. Mi necesidad es tan grande, que no puedo tener tesón ni dignidad, ni nobleza. Yo no te quiero, no puedo quererte; pero como Dios me abandona, yo me vendo».

Pausa. Miquis la miraba pestañeando. Sobre ambos, un farol de gas alumbraba con rojiza luz aquella escena indefinible en que la necesidad desesperada, de un lado y la integridad vacilante de otro, se batían con furor. ¡Dinero y hermosura, sois los dos filos de la espada de Satanás!

«Soy pobre-repitió Miquis, haciendo un esfuerzo-; vete a París.

-¡Augusto!».

Augusto sintió cólera. Aprovechándose de aquel movimiento del alma, desprendió su brazo de la mano de Isidora, y con toda energía le dijo:

«Dios te ampare».

Ya estaba distante cuando oyó esta voz sarcástica: «¡Farsante!».

Aquella misma noche desapareció Isidora de la casa de sus buenos amigos, dejándoles un papelito que decía:

«Emilia, Juan José, amigos queridos: no soy digna de vivir en vuestra casa. Cuidad de mi hijo esta noche. Tened lástima de mí».

Link zu diesem Kommentar

Capítulo XI

 

Otro entreacto

 

En el famoso pleito de filiación había terminado la prueba; varios testigos habían declarado y ambas partes respondido a infinitas preguntas, repreguntas y posiciones; una bandada de golillas revoloteaba en torno a las ramas de aquel árbol de escaso fruto; se había presentado el alegato de bien probado; se aproximaba la vista, a que seguiría la sentencia, y con esto la demandante se las prometía muy felices. Verdad que en la prueba, llamada Isidora a manifestar algún recuerdo de su niñez por donde se viniera a aclarar su nacimiento, no pudo suministrar noticia alguna que ayudara eficazmente a su defensa.

Las declaraciones de los testigos eran desacordes y confusas por todo extremo. Un tal Arroyo, del Tomelloso, amigo del Canónigo y de Tomás Rufete, confirmaba la pretensión de Isidora. Un tal Arias depuso en términos diametralmente opuestos, y D. José de Relimpio, llamado también, declaró en términos categóricos a favor de la que llamaba su ahijada; mas su declaración, falta de solidez, daba lugar a dudas acerca de la sinceridad del anciano. Sobre tan misterioso asunto, él no sabía gran cosa. Sabía, sí, y esto no podía dudarlo, que en 1851 había sacado de pila a una niña, hija de Tomás Rufete. A los seis meses no cabales, Relimpio y Rufete riñeron por cuestión de una pequeña herencia y estuvieron siete años sin hablarse ni tener trato ni comunicación alguna. Hechas las paces al cabo de tan largo tiempo, ambas familias volvieron a entrar en relaciones. Entonces vieron los de Relimpio que en casa de Rufete había dos niños, Isidora y un varoncillo de dos años. Tomás dijo a Relimpio con misterio que su hija había muerto y que aquella que vivía y el niño se los había dado a criar una dama que no nombró. Don José, que no había visto a Isidora desde la edad de seis meses, no podía, por el rostro de ella, discernir si era cierto o falso lo que afirmaba su pariente; pero por costumbre siguió llamándola ahijada, y desde entonces comenzó el cariño de que tan grandes pruebas diera más tarde. En cuanto a Francisca Guillén, nunca pudo Relimpio obtener de ella una declaración terminante acerca de las dos criaturas que pasaban por suyas. Cuando Tomás estaba en el Tomelloso, la buena mujer aventurábase a decir algo, que llenaba de gran confusión a D. José; pero cuando el otro volvía, todo eran vaguedades y misterios.

Esto era lo que Relimpio sabía, y estos breves datos y sus conversaciones, no largas, con Tomás y Francisca, debieron de haber constituido su declaración; pero, llevado de un sentimiento de caballeresca protección a la desgracia, hizo las afirmaciones más conformes con su deseo y el de su ahijada. Sigamos ahora los pasos de Isidora, de cuyo paradero ni Emilia ni Juan José tenían noticia alguna. Tres veces en dos días había ido la pícara a ver a Riquín, porque la ortopedista no se lo había querido entregar; pero ni con preguntas capciosas pudo obtener de ella un indicio del sitio en que moraba. Debía de saberlo don José; mas también guardaba fielmente el secreto. Tristeza tan profunda dominaba al buen tenedor de libros, que con el peso de ella parecía habérsele aumentado la cuenta de los años, extremando su vejez. Casi todo el día lo pasaba fuera de su casa, y cuando entraba en ella anunciábase con suspiros. Había perdido el apetito, dormía muy mal y tenía los sueños más raros del mundo. Soñaba que se batía en duelo de honor con Pez, Botín y otros caballeros, y que a todos les mataba, sacándoles hasta la postrera gota de sangre. ¡Horror de los horrores!

Link zu diesem Kommentar

Pero si Relimpio era la misma tristeza, otro personaje muy conocido nuestro, el gran Bou, veía de súbito compensadas sus desdichas amorosas con una gran ventura en cuestión de intereses. ¡Oh! Si la ingrata se aviniera a dar el deseado sí, el Obrero-Sol sería un ejemplo de hombre venturoso cual pocas veces se ha visto sobre la Tierra. Diríase que la Providencia cristiana, no menos caprichosa a veces que la pagana Fortuna, se había propuesto abrumarle de bienes positivos, negándole los que su corazón apetecía, y le colmaba de frutos riquísimos sin dejarle ver y gozar la flor hermosa del amor. Desde la visita al palacio de Aransis empezó la tal Providencia a divertirse con él. En el espacio de quince o veinte días le quitaba por un lado toda esperanza de amor, y dábale por otros tres gollerías o momios pecuniarios a cuál más valioso. Primero: aseguró un buen negocio contratando cierto trabajo de impresiones y etiquetas con un afamado industrial; segundo: percibió una herencia de ciento setenta mil reales; tercero: se sacó un segundo premio de lotería, importando cinco mil duros. ¿Qué tal? Aun con ser estos embolsos un estorbo más para llegar a la deseada liquidación social, Bou se guardó su dinero y se puso muy contento, considerando en lo más escondido de su mente, que bien podía aplazarse la tal liquidación, o exceptuar de ella, en el punto y hora en que se hiciera, el dinero de la gente honrada.

Miquis, que le apreciaba y se reía con él, fue a darle la enhorabuena, y le encontró en su taller trabajando como siempre. Bou se levantó, saludó a gritos, estrujó la mano de su amigo, y después fue acometido de una tos tan violenta, que su cara parecía un cuero de vino, y el ojo rotatorio estuvo a punto de desalojar su holgada órbita y caerse al suelo.

«Ese alquitrán, hombre, ese alquitrán...

-Déjese usted de alquitranes y de potingues. Ni curas ni boticarios me sacarían un cuarto. Que coman yerba..., ¡hala! Y a ustedes los médicos, si yo arreglara el mundo, los pondría a que me barrieran las calles, a que me desecaran los pantanos, a que me desinfectaran las alcantarillas... Ahí es donde están las enfermedades.

-Pues a los litógrafos los pondría yo a que me afeitaran todas las ranas que se pudieran coger... Pero vamos al caso... ¿Convida usted o no convida?

-Sí, señor; convido a una copita... y nada más.

-¡Qué miserable! Yo esperaba un banquete regio.

-No me gustan aparatos ni bulla.

-Hombre, siquiera un cubierto de cincuenta reales..., cuatro amigos...

-Pues palante-exclamó el catalán, disparando su risa-, y aunque sea de doscientos reales. Pero cuatro o cinco amigos nada más».

Link zu diesem Kommentar

Siguieron hablando de la buena fortuna. Bou la había recibido con calma y no pensaba hacer locuras. Si al fin se casaba, seguiría trabajando, con el mismo sistema de vida modesta y obscura. Pero si no se casaba, tenía el pensamiento de proporcionarse algunas satisfacciones, porque ¡voto va Deu!, no hay dinero más soso que el que uno deja a sus herederos cuando se muere. Es necesario irse al otro mundo sin poder contar por allá algo de lo poco bueno que hay en este; y luego, si viene la liquidación, si tocan a desamortizar, es triste cosa que le limpien a uno sin haber sido sanguijuela por un poco de tiempo. El trabajo es bueno, magnífica cosa, sí señor, admirable en extremo; y los holgazanes que se aprovechan del trabajo del pobre para gozar, son unos pillos, sí señor, grandes tunantes; pero el obrero que tiene una ocasión de introducirse, siquiera sea por breve tiempo, en el palacio encantado de los goces mundanos, debe hacerlo, aunque no sea sino por conocer el género de vida de las sanguijuelas y tenerlo en consideración el día en que se ajusten cuentas. Él (Juan Bou) había pensado esto, y sacado en consecuencia que las teorías puras no resuelven la cuestión social; es preciso estudiar prácticamente los excesos de la holgazanería.

Aprobó Miquis cumplidamente estas ideas y con toda energía excitó a su amigo a probar las escasas dulzuras de esta corta vida, ya que sin quererlo tenemos siempre entre los labios sus amarguras, y pues la ocasión de ser dichoso no se presenta siempre, aprovéchese cuando viene, que tiempo hay de sobra para privaciones, disgustos y penas.

«Supongo-añadió-que andaremos en coche y a caballo, que tendremos buena mesa y palco en el Real».

Echose a reír Juan Bou y dijo que no pensaba correrse mucho, ni hacer el oso, ni ponerse en ridículo como un indianete sin seso; que tan sólo obsequiaría a cuatro amigos, y que sin abandonar su taller, trataría de ver qué sabor tiene la sangre del pueblo.

Después nombró Miquis a la ingrata, y oído su nombre, se puso tan serio el otro, que parecía haber perdido en un instante todo su contento. No habrían dejado aquí un tema tan del gusto de ambos si en aquel punto no hubiera entrado D. José, el cual se turbó al ver al médico. Bou, también algo turbado, pidió perdón a Miquis y se fue con Relimpio a un despachito cercano, donde Augusto les oyó secretearse.

«Le ha traído una carta o recadillo-pensó el doctor, proponiéndose no darse por entendido-. Ya, ya...».

Link zu diesem Kommentar

Don José salió, al parecer con otra esquela o recadito verbal, aunque es más probable que llevara lo primero, y al salir habló a Miquis del tiempo, de política, de Cánovas y de que las tropelías de los ingleses en el campo de Gibraltar daban motivo a España para exigir de Albión que nos devolviera aquel pedazo de nuestro territorio. Augusto se mostró conforme con estas patrióticas ideas y le dejó marchar, compadecido de su aspecto caduco y del azoramiento que el semblante del pobre viejo declaraba. Convidado por Bou al banquete que celebraba a la siguiente noche, fue D. José vestido con su levitita anticuada y su corbata azul de alfiler. Grave y silencioso estuvo toda la noche, sin que los demás comensales pudieran comunicarle su alegría. Era tan flojo de cerebro, que en cuanto bebía dos copas se ponía perdido, y he aquí que al probar el Champagne, el buen tenedor de libros, después de haber dado varias pruebas de no ser dueño de sus ideas, se dirigió a Juan Bou y con lengua solemne aunque torpe, le dijo:

«¡Caballero, usted me dará una satisfacción, o me veré obligado a llevar la cuestión a un terreno...!».

Todos prorrumpieron en risas. Exacerbado con ellas el humor pendenciero de D. José, se puso éste como la grana, y uniendo el gesto impetuoso a la dicción enfática, añadió:

«Porque usted se empeña en mancillar el honor de una joven de altísima familia, y yo no permito, ¿lo entiende usted?, no permito... ¡yo que soy su segundo padre...!

-Tiene razón-dijo Miquis-. Esto no puede quedar así. El lance es inevitable.

-Inevitable-gritó Relimpio descargando el puño sobre la mesa y rompiendo un plato-. Elija usted hora y arma. Si quiere usted, a la hora del alba...

-Al matutino albore...».

Link zu diesem Kommentar

Lo más particular fue que Bou, que también era hombre incapaz de llevar con aplomo tres copas de vino blanco, empezó a disparatar. Primero se rió mucho, después todo su empeño era abrazar a D. José y llamarle su amigo. Relimpio, por el contrario, más se enfurecía a cada instante. Los otros le incitaban, y sabe Dios cómo habría concluido el lance si el catalán, que brindaba a cada momento, no diera de improviso con la mole de su cuerpo en tierra.

Levantose en esto D. José y señalando con dramático acento el cuerpo que parecía cadáver, dijo:

«¡La suerte me ha sido favorable, caballeros, señal de mi derecho! ¡Le he matado!... He salvado el honor de una eminente doncella, de aquella hermosa entre las hermosas, de aquella oriental perla, de aquel serafín...».

Dio tres o cuatro pasos en falso, giró como un trompo, y fue a caer en un diván de hule, donde Miquis le mojó la cara.

Link zu diesem Kommentar

Capítulo XII

 

Escenas

-I-

JOAQUÍN.-(Solo, paseándose meditabundo por la habitación, que es de bajo techo, sucia, con feísimos y ordinarios muebles, todo en desorden.) Ni un día más durará esta vida. Protesto con toda mi energía de ser racional y libre, declaro absurdo y necio el deber de vivir. No hay tal deber. Cuando la sociedad nos declara la guerra, o hay que rendirse entregándole las llaves de la plaza del alma, por otro nombre la vergüenza, o hay que tomar las de Villadiego, emigrando a la eternidad. Este es el dilema, the question, como decía el otro: o vivir sin decoro, o buscar en la muerte la imposibilidad absoluta de ruborizarse. Opto por morir. (Da un gran suspiro, alza los ojos del suelo, y fijándolos en un espejo que hay en la pared, sucio de moscas y con gran parte del azogue borrado, se contempla en silencio un gran rato.)-¿Eres tú, imagen que aquí veo, la de Joaquín Pez? Te desconozco. Tú no eres yo. Yo era hermoso, y tú, con esa palidez de Santo Cristo viejo y sin barniz, das grima. Mis ojos derramaban la alegría y la felicidad y los tuyos están mortecinos y sin brillo. ¿Cómo puedo creer que el hombre mejor vestido de Madrid sea este que aquí veo dentro de esta levitita abotonada hasta el cuello, con los ojales rotos y los bordes grasientos y con flecos? No: el hombre que, a la hora que es, no ha tomado más que un café y un poco de pan, no puede ser el Joaquín Pez que yo conocí. (Da media vuelta y sigue paseando.) Me repugno, me doy asco. Vivir así es peor que cien muertes.

»Ya no puedo pasar mucho tiempo sin que me descubran. Me prenderán, me meterán en la cárcel... ¡Qué iniquidad! (Se conmueve.) Soy un desgraciado, un hombre débil que no conoce el orden; soy un tonto; no tengo sentido común, no sé arreglarme..., no valgo dos cuartos. Cuanto se diga de mí en este sentido es justo. ¡Pero acusarme de estafador!... Que en París contraigo deudas; que me vengo a España con intención de pagar; que un francés sale escapado detrás de mí persiguiéndome; que le entretengo unos días; que me endosan unas letras para que las cobre; que las cobro y pago al francés; que los acreedores de aquí, envidiosos de ver la buena suerte del extranjero, se me echan encima, me ahogan, me embargan, me despojan la casa; que mi padre se enfurece y riñe conmigo y me retira su apoyo; que el dueño de las letras me exige su dinero; que no se lo puedo dar; que le pido un plazo; que me lo niega; y tomándolo por la tremenda da parte a la Justicia; que corro y me afano buscando un prestamista, y no lo puedo encontrar; que protesto de mis buenas intenciones y de mis deseos de cumplir, y nadie me cree; que me acusan de trapisondista y de estaf... No, no lo puedo sufrir. En mí hay error; pero mala fe, jamás. La ligereza, ¿será hermana del crimen?...

»He recurrido al juego y no he tenido suerte; se han conjurado contra mí hasta los abominables ganchos de los garitos. Es una guerra universal contra el infeliz caído; es la venganza de la cursilería contra el que fue ídolo de la sociedad y de las damas, hombre de moda y verdadero tipo del bien vestir. (Dando un gran suspiro.) Yo juro que no se reirán de mí; no, no me humillaré; no haré el mamarracho. Es preciso acabar dignamente. Cada cosa que pierde el cimiento cae según su natural condición. Caeré con catástrofe, como las torres, y los que oigan el estrépito de mi fin dirán: «Este es un hombre»... (Acércase a un rincón en que hay una percha, de la cual pende un gabán. Toca la tela, reconociendo por fuera algo que abulta dentro de un bolsillo.) Aquí estás, pasaporte, billete de ida sin vuelta. Te guardaré en el cajón de la mesa (Lo hace.) para que no te vea Isidora, que se asusta tanto de las armas de fuego. Ayer te vio y quiso tirarte a la calle. Esta noche, tú y yo nos entenderemos. Las horas, que se arrastran pesadamente de la mañana a la noche, despidiendo como una baba pegajosa, empapan mi alma en desesperación. Esto ya no es vivir. Hágome cuenta de que ya se acabó todo, y voy a escribir. No quiero irme sin decir algo a ciertas personas. (Se sienta en una claudicante silla, junto a la más derrengada mesa que es posible ver, y escribe.) Suprimiremos la fórmula vulgar de «A nadie se acuse de mi muerte». Diré a mi padre que... Siento pasos. Isidora viene. Esta desgraciada es el único ser que ha tenido la abnegación de unirse a mí y ampararme cuando me ha visto abandonado por todos. ¡Oh corazón generoso! Ha querido confortar mis penas con sus ilusiones y mi desesperación con su esperanza. Cuando la veo, me dan ganas de vivir y de ser bueno y arreglado y de unirme para siempre con ella. Aquí está...».

 

Link zu diesem Kommentar

-II-

ISIDORA.-(Entra con muestras de cansancio. Viene humildemente vestida y trae un lío de ropa. Siéntase en un sofá inválido que se inclina más de un lado que de otro, y poniendo sus ojos llenos de dulzura en Joaquín, espera que este le dirija la palabra.) ¡Dios mío, qué escalera!

JOAQUÍN.-Más grande es la del Paraíso; al menos así lo dicen, que yo no la he visto.

ISIDORA.-¿Ha venido mi padrino?

JOAQUÍN.-No he tenido el gusto de ver a su señoría.

(Se conmueve.). He querido traérmele, temiendo que les molestase; pero Emilia no lo ha consentido... Hemos llorado... RiquínISIDORA.-¡Cuánto he andado, cuánto he corrido hoy!... He vuelto a casa de Emilia para ver a

JOAQUÍN.-Has hecho bien en dejarle allí. En ninguna parte estará mejor.

No, no te doy un cuarto. Déjame, que yo iré arreglando las cosas. Por de pronto es preciso que salgas de aquí. Esta casa es una pocilga, y ¡qué vecindad, qué huéspedes, qué patrona! Anoche no me dejaron dormir estos torerillos y demás gentuza que cantaba y daba palmadas en el comedor. Pero di, ¿no hallaste otro sitio mejor en que meterte?(Lleva la mano a su bolsillo como para defenderlo de un brusco movimiento de Joaquín.)- ¡Ay! Dios de mi vida, ¡qué angustia! Por fin he logrado reunir... .-(Suspirando fuerte.)ISIDORA

Perseguido, aterrado, aturdidísimo, me dejé conducir por un amigo, Pepe Nules..-(Con desaliento.)JOAQUÍN

ISIDORA.-Pues ya tengo para pagar los ocho días que has estado aquí. Yo no he estado más que tres. El gasto es poco. Hoy te haré traer comida buena de la fonda.

JOAQUÍN.-No te apures por eso...; lo mismo me da.

ISIDORA.-Y mañana irás a una casa más decente.

¿Para qué?.-(Con indiferencia.)JOAQUÍN

ISIDORA.-Para que vivas con más decoro.

JOAQUÍN.-¡Ideas convencionales!
 

Ayer te dije que tomaría una casita, y nos íbamos a vivir juntos, ocultamente, sin que nadie se enterara. Ya he reflexionado, y eso no puede ser..-(Pensativa.)ISIDORA

JOAQUÍN.-Esas ideas de vivir ocultamente, y eso de hacer un nido y... (Riendo.) Estupideces, hija. Eso lo pueden hacer los pájaros, que no conocen la acuñación de moneda. Estamos dejados de la mano de Dios.

No hay que pensar en casita ni en simplezas. Los novelistas han introducido en la sociedad multitud de ideas erróneas. Son los falsificadores de la vida, y por esto deberían ir todos a presidio.

ISIDORA.-No te desesperes. (Sonriendo con dulzura.) ¿Y si yo te dijese que tengo probabilidades de reunir algún dinero?

JOAQUÍN.-Tu dinero nos serviría para ir pasar dos días, tres. Luego volveríamos a la misma situación de miseria, y como tus riquezas no habían de ser tales que yo pudiera con ellas romper este cerco en que me hallo...

Link zu diesem Kommentar

 

ISIDORA.-(Con cariño.) ¿Y si yo pudiera...?

JOAQUÍN.-Ta, ta, ta. Tú vives de ilusiones. Aquí tenemos otra vez la fantasmagoría del pleito. Siempre crees que mañana te duermes Isidora y te despiertas marquesa de Aransis, harta de millones. No sé cómo, con tu buen talento, vives así, engañada por el deseo.

ISIDORA.-Vamos, hoy todo lo ves negro.

JOAQUÍN.-Es que todo se ha vuelto ya retinto para mí.

ISIDORA.-Si quieres que no riñamos, no me hables del pleito con ese desprecio. Yo tengo confianza, y quiero que tú la tengas también. El procurador me ha dicho que es cosa ganada... Tardará algún tiempo, porque mi abuela apelará; pero de que lo gano, no te quede la menor duda.

JOAQUÍN.-Pues poniendo las cosas a tu gusto, siempre pasarán tres, cuatro o cinco años antes que lo ganes. Ayúdame a sentir. Ni cómo he de remediarme yo ahora y sortear mi deshonra, con esos caudales que todavía no se han acuñado.

ISIDORA.-Al darte esperanzas, no me refería precisamente al pleito. Yo pensaba conseguirte el dinero con un préstamo.

JOAQUÍN.-¡Un préstamo! (Con estupor.)

ISIDORA.-En fin, yo me entiendo... No te desesperes...

JOAQUÍN.-No creo ya en los préstamos, como no creo en los milagros. (Da media vuelta y se pasea otra vez.)

ISIDORA.-(Aparte, y después de mirar un rato a Joaquín). Es preciso sobreponerse a la desgracia... Arreglaré el cuarto que parece una leonera.

Larga pausa. Durante un momento, ambos personajes callan. Isidora coloca las sillas con cierto orden, arregla las camas, quita el polvo. Cuando limpia el espejo, se mira un poco, y dice: «Parezco que sé yo qué. (Alto.) Hoy traeremos dos cubiertos de la fonda.

JOAQUÍN.-Como tú quieras. El comer bien o el comer mal me es indiferente; pero, pues tú lo quieres, comamos bien, que nada se pierde en ello.

ISIDORA.-(Sentándose fatigada.) La miseria, hijo, me espanta. No tengo un vestido decente que ponerme... ¿Pues y tú? ¡Y a esto llaman vivir!...

JOAQUÍN.-La vida sin dinero es una enfermedad del cerebro, una fiebre galopante, una meningitis. Ni el amor es posible en la pobreza. Mete a los amantes más finos y más exaltados, a Romeo y Julieta, por ejemplo, en un cuchitril, donde no tengan más que el consabido pan y cebolla, y a los dos días se arañan la cara. La miseria es enemiga del alma humana. Con ella no es posible el talento, ni los afectos, ni la amistad, ni el arte, ni la dignidad, ni nada. Es la forma sintética del mal. Oye, oye, Isidora: el reloj de las monjas ha dado las tres. Tengo una debilidad... Si persistes en el sibaritismo de traer algo de la fonda, mándalo traer pronto, ya sea almuerzo, ya comida, porque me muero de hambre.

 

Link zu diesem Kommentar
  • 2 Wochen später...

Nueva pausa, durante la cual entran una criada de la casa y un mozo de la fonda. Este sirve el almuerzo. Joaquín demuestra más apetito que Isidora.

ISIDORA.-(De sobremesa.) ¿Qué tal?

JOAQUÍN.-Los langostinos estaban muy buenos; el bistec me ha rejuvenecido. ¡Bendita seas tú, que siempre tienes ideas grandes! Eso de sorprenderme con dos botellas de Champagne prueba que en ti todo es noble, lo mismo el corazón que la cabeza. Dejaremos una botella para mañana, porque la economía es la primera de las virtudes; no, la segunda, que la primera es cuidarse bien.

ISIDORA.-Alguna otra sorpresa he de darte todavía. Dime, ¿mereces tú lo que hago por ti?

JOAQUÍN.-No lo merezco ciertamente. Muchas veces te lo he dicho. Eres un ángel..., no de esos ángeles desabridos que pintan en los cuadros y en las poesías, los cuales vienen con consuelillos de moral emoliente, sino un ángel mundano que derrama sobre el corazón del desgraciado bálsamo eficaz. En una palabra, eres un ángel práctico. Bien se conoce en todas tus acciones la nobleza. Podrás equivocarte, cometer faltas; pero ser innoble, jamás. No sé si me explicaré diciendo que tienes la elegancia del alma.

ISIDORA.-Tienes razón. Seré cualquier cosa; seré... mala si se quiere, pero ordinaria jamás.

JOAQUÍN.-Indudablemente eso está en la sangre. ¡Por vida de...! Si no ganas ese endiablado pleito, no hay justicia en la tierra... ni en el cielo. ¡Ay! Isidora, no sé por qué el Champagne da a mi alma un vigor que ya no tenía. Ello es que siento deseos de echarme a pensar cosas agradables. Isidora, Isidora, mujer mía. (La abraza tiernamente.) Entretengámonos un momento con ilusiones...

ISIDORA.-(Riendo.) Mejor es soñar que ver.

JOAQUÍN.-Ganarás el pleito... Yo me casaré contigo...

ISIDORA.-(Entristeciéndose súbitamente.) En lo primero creo, en lo segundo no. Esa ilusión es demasiado bonita para que pueda engañar.

JOAQUÍN.-¿Por qué lo dices?... ¿Porque te lo he prometido muchas veces, y nunca lo he cumplido? Ahora...

ISIDORA.-Ni ahora ni nunca. Tú no te casarás conmigo. (Derrama unas lágrimas.)

JOAQUÍN.-El mundo es olvidadizo, tontuela.

ISIDORA.-Pero no tan olvidadizo que...

JOAQUÍN.-Y en seguida que nos casemos, haremos un viaje por Italia y Suiza.

ISIDORA.-O por Inglaterra y Escocia. (Con toda su alma.) ¿Sabes que de tanto oír hablar de Italia me apesta la tal Italia? Mas quiero ver a Londres, sus inmensas calles, sus muelles que no tienen fin, sus parques... Aquello sí que es grandeza. Te diré... Luego haría una excursión por Escocia, ¡donde hay unos lagos preciosos y unas montañas...! Por allí andan las ladys visitando grutas, escudriñando ruinas y pintando paisajes. No hay nadie que entienda como esa gente inglesa el modo de hacer vida elegante en medio de la Naturaleza. Botín, que ha estado en Inglaterra, me contaba cosas que me hacían feliz.

JOAQUÍN.-Pues si lo prefieres, iremos a Londres y Escocia.

ISIDORA.-Calla, calla. Te diré... Iré yo sola, o contigo, si quieres acompañarme... Porque no me casaré, Joaquín; viviré soltera riéndome del mundo.

JOAQUÍN.-¡Soltera! Si yo no me casara contigo, tendrías ocho mil pretendientes por semana.

ISIDORA.-(Decidida.) A todos les daría con mi puerta dorada en los hocicos. ¡Soltera, libre! Vestiré muy bien, protegeré las artes, seré una gran señora. Te diré... Mi casa va a tener que ver, porque no entrará en ella nada que no sea de lo más escogido. No has de ver ni cosas vulgares, ni tapicerías chillonas, ni objetos de mal gusto, ni cosa alguna que se vea en otra parte. Compraré cuadros de los grandes maestros, y tapices y antigüedades, y todo lo que sea curioso sin dejar de ser bello, porque las rarezas sin hermosuras me desagradan como las bellezas comunes.

JOAQUÍN.-¡Bendito sea tu talento!

ISIDORA.-En mi casa no entrarán los tontos; eso puedo jurártelo. Me rodearé de hombres discretos, distinguidos. En fin, será mi casa la academia del buen gusto, del ingenio, de la cortesía y de la inteligencia. Daré conciertos de música clásica.

JOAQUÍN.-(Con un poco de malicia.) ¿La has oído? ¿Te gusta?

ISIDORA.-Yo no sé si la he oído o no; pero puedo asegurar que me gusta. Te diré... ¿Hay una música en que no se oigan esos mil sonsonetes de ópera que conocemos por los organillos, las bandas militares y los cantantes de afición? Pues esa es mi música. Lo que te puedo asegurar es que un día fui al salón del Conservatorio a oír los cuartetos y me gustó tanto, que estaba embelesada... Aquello era un coro de serafines con guante blanco. ¡Qué sensaciones tan delicadas! Yo me remontaba a un cielo que también era salón.

JOAQUÍN.-(Con arrobamiento.) ¡Isidora, tú eres noble!

ISIDORA.-Te diré... Oyendo aquella música, yo me olvidaba de todo y bendecía a Dios, que no me ha hecho vulgo... Vamos a otra cosa. Yo no entiendo de pintura; pero cuando tenga mi casa, entrarás en ella, y te desafío a que encuentres algo que no sea superior. Me atengo a los grandes maestros, y como he de ser muy rica, me formaré una buena colección. También tendré contemporáneos, siempre que sean muy escogidos. Tres o cuatro veces nada más he estado en el Museo. ¡Qué cosas, hijo! Aquello sí es grande. Con el talento que hay colgado de aquellas paredes había para hacer un mundo nuevo si este se acabase. Yo me figuraba que había pasado a otro mundo, a Venecia, a Roma, a la corte del Buen Retiro. Unas veces creía que estaba cubierta de brocados y otras que andaba a la ligera como se anda por el Olimpo. Aquella es belleza; chico, aquella es gracia. Yo decía: eso lo siento yo, esto es cosa mía, esto me pertenece...

JOAQUÍN.-(Con entusiasmo.) ¡Eres noble, eres noble!

DON JOSÉ.-(Entrando súbitamente, produce, con la irrupción inesperada de su personalidad, un abatimiento brusco del exaltado vuelo de su ahijada.) Aquí estoy.

ISIDORA.-¡Ah!... Don José...

DON JOSÉ.-(Aprovechando el momento en que Joaquín vuelve la espalda, da un papelito a Isidora.) Toma.

ISIDORA.-(Guardando el papelito.) Padrinito, ahora debe usted retirarse. Es de noche y estará usted cansado. Mañana le necesito. Pero no se moleste usted en subir. Aguárdeme en la puerta y me acompañará a varios sitios donde he de ir. (Despidiéndose con una mirada cariñosa.) Abur.

DON JOSÉ.-(Con cierta reconcentración shakespeariana.) La sangre que destila de mi corazón amarga mis labios. (Exit.)

 

 

 

Link zu diesem Kommentar

 

 

III

Es de noche. Agonizante luz de un quinqué con pantalla torcida y sucia alumbra la estancia. JOAQUÍN, cansado de dar vueltas por el cuarto y de fumar cigarrillos, se arroja vestido a la cama y se duerme. ISIDORA se reclina en el sofá y cierra los ojos. Pero no pudiendo dormir, habla consigo misma.

«Decididamente optaré por el canelo con combinación níquel, por el azul de ultramar y por el negro con combinación de brochado, oro y cardenal... En los sombreros no determino nada hasta no enterarme bien. ¡Ay Jesús!, lo primero que tengo que hacer es tomar un profesor de francés... Supongamos que cuando menos se piensa, mañana, o la semana que entra, o el mes que entra, gano el pleito; bien porque lo gano, bien porque la marquesa se cansa, reconoce su terquedad, y cede y me llama y me dice... Hace días que me estoy figurando esto y nada tendría de particular que lo que pienso resultase verdad. Pues bien: mi abuela me llama el mejor día; voy allá, subo, entro, espero un ratito en el gabinete del piano, sale ella, me mira, me toma las manos, me las aprieta mucho y me dice: «Basta de pleitos, hija; abracémonos». Y me abraza, y yo me echo a llorar, y ella también, y todo queda concluido, y yo en la casa y en posesión de lo que es mío... Supongamos esto, que es lo más natural, lo más lógico. ¡Qué alegría tan grande, Dios de mi vida! Entonces sí que podré tener cuanto necesite y cuanto me agrade sin humillarme. Sacudiré la tierra que se haya pegado a las suelas de mis botas, y diré: «Ya no más, ya no más lodo de las calles». El cristal más puro no podrá compararse entonces a mi conciencia. Seré tan honrada como los ángeles... Levantaré mi frente... (Se interrumpe y da un gran suspiro.)

»¿Pero podré levantarla con el peso de ciertas cosas de mi vida pasada... y presente? Esto me vuelve loca. ¡Maldita sea la necesidad, que no es otra cosa sino lo que antes se llamaba el Diablo! La decencia del vestir, la delicadeza en el comer, el aseo y las comodidades, que son tan necesarias a ciertas personas como el aire y la luz, nos matan el alma... ¡Que venga Dios en persona a sacarme de este círculo maldito! Si me privo de todo, me muero de pena, y si no me privo me deshonro... ¡Oh Dios!, ¡quién fuera cursi, quién fuera populacho!... Me pasaría la vida haciendo cigarros, lavando ropa, comiendo bodrio, durmiendo en un jergón asqueroso; me casaría con un cafre hediondo, tendría un chiquillo cada año, viviría como una bestia, toda imbécil, toda sucia...; ¡pero sería feliz como son felices los que no conocen el dinero!... ¿Qué es mejor, ser una piedra, que se está donde la ponen, o ser una criatura racional que quiere ir a alguna parte? ¡No sé, no sé! ¡Benditos sean los adoquines, que ni siquiera sienten los pisotones que les dan!... Vaya, vaya, qué duro es este sofá. Y el pobre Joaquín, ¡qué profundamente duerme! ¡Buena falta le hace! ¡Cuánto has padecido estos días, desgraciado mártir de la sociedad! Tienes mala cabeza, pero eres bueno. Has gozado mucho, demasiado quizás, y ahora lo estás pagando. Los muy felices tienen que pagar su felicidad con desgracias, y viceversa. Por eso yo, que he sido y soy tan desgraciada, he de cobrar pronto la felicidad que se me adeuda... (Suspira y se aflige.) Sí, sí; no hay debajo del sol una persona más desgraciada. Y, no me digan que soy mala. Yo no soy mala. Es que las circunstancias me obligan a parecerlo. Y si no, que baje una santa del cielo y se ponga en mi lugar, a ver si no haría lo mismo... (Se da un golpe en la frente.)

»Cuando pienso lo que me espera mañana, me dan ganas de matarme. Y al mismo tiempo, ¡vaya con las jugarretas que me hace mi destino! Deseo que llegue mañana. Mis necesidades, los apuros de este infeliz y la urgencia de pagar los gastos de mi pleito, me hacen cerrar los ojos... El honor me echa hacia atrás; la ansiedad de satisfacer mis necesidades me echa hacia adelante. Pues no hay otro remedio, adelante. El sí y el no me vuelven igualmente loca. (Rompe a llorar, y para sofocar sus lamentos muerde el pañuelo. Larga pausa.) ¡Y cómo duermes tan tranquilo!... Si yo no te quisiera tanto, podría suprimir uno de los principales motivos que tengo para dar este mal paso, y quizás, quizás hallaría otros medios... Pero no puedo remediarlo; se me despedaza el alma de verte así... Y para que veas lo que soy, siempre que considero lo mal que te has portado conmigo, me entran ganas de servirte, de favorecerte. Te diré..., yo soy así; Dios mío, ¿por qué me hiciste noble? ¿Por qué no me hiciste nacer de vil populacho? ¿Por qué no me hiciste canalla de la cabeza a los pies, canalla la figura, canalla los modales, canalla el alma?... (Gran pausa, durante la cual se adormece.) No, no; me decidiré por el azul Ultramar con combinación rosa y plata...

(Otra pausa, durante la cual amanece.)»Es de día; me levantaré y saldré sin que él me vea. Aún es demasiado temprano. Procuraré no hacer ruido... Le dejaré el dinero suelto que me queda aquí y dos palabras escritas con este lápiz. (Escribe; pone sobre la mesa el papel y algunas monedas.) Vaya, ya es tiempo. (Afligidísima.) ¡No poderle decir adiós! ¡Qué vida, qué humanidad! Me voy, porque si despierta, no tendré valor para salir. (Vase.)

Link zu diesem Kommentar
  • 3 Wochen später...

JOAQUÍN.-(Despertando, ya entrado el día.) Isidora, Isidora... No está. Se ha ido. Me levantaré. Como estoy vestido, mi toilette no ofrece grandes dificultades. ¿Habrá por aquí el lujo de un peine? Es posible. (Levántase y da algunos pasos por la habitación.) ¡Que claridad! ¡Qué feo y antipático es el día! Prefiero la noche, tapadora y discreta. ¡Ah!, la señora de la casa, antes de marcharse, ha dejado aquí sus disposiciones. (Toma dos duros que hay sobre la mesa y el papelito, y lee.) Vamos, bien, me ha dejado el dinero para que almuerce hoy. (Lee.) «Manda traer de la fonda tu almuerzo. No te apures. No volveré hasta la noche, porque tengo que hacer». Esta pobre Isidora, ¡qué buena es! Si no fuera la maldita manía del pleito, que no ganará nunca, sería una muchacha ejemplar. Bien, bien; haremos lo que manda la señora. La fiera patrona no me envenenara con sus guisotes. Voy a llamar, a pedir agua, a lavarme, y después esperaremos. Luego que almuerce dictaré mis últimas disposiciones, y en cuanto llegue la noche, la querida noche...

Pausa de algunas horas, durante la cual entra y sale una zafia criada, arréglase el personaje, y luego almuerza lo que te traen de la fonda.

»Me olvidé de la botella de Champagne que está en aquel armario. No me importa que se la beba otro. En mi testamento la dejaré a los huéspedes de esta casa para que la vacíen por mi salvación eterna... Ya que estoy solo escribiré a papá y a Isidora. (Se sienta y escribe.) ¡Buenos cosas le digo a mi señor padre!... Si los deslices del hijo han sido grandes, el padre no tiene aún motivos para dudar de su buena fe... Jamás he cometido una vileza. Mis faltas son debilidades, y además un efecto preciso de la mala, de la perversa educación que he recibido. ¿Por qué educaron en el lujo al hijo de un pobre empleado con treinta mil reales? ¿Por qué desde niño me enseñaban a competir con los hijos de los grandes de España? ¿Por qué no me dieron una carrera, por qué no me aplicaron a cualquier trabajo, en vez de meterme en una oficina, que es la escuela de la vagancia? Estas son las consecuencias. Me criaron en la vanidad, y la vanidad me conduce a este fin desastroso. (Sigue escribiendo con agitación, se pone pálido y, al concluir, su mano tiembla.)

»Ahora escribiré a Isidora, a quien no veré más. La única persona por quien siente emociones cariñosas mi corazón es ella. ¡Cuánto más vales tú que otras virtudes secas y orgullosas! Nuestras dos almas han simpatizado, porque son similares. Tú, como yo, fuiste educada en la idea de igualar a los superiores... (Escribe.) «Querida y adorable amiga: Próximo a morir, adquiero una lucidez extraordinaria; veo el mundo y la vida en su verdadero aspecto. Yo no tengo ya salvación; tú puedes salvarte. Procura olvidar tus aspiraciones; renuncia a ese pleito, hazte humilde, y si se te presenta un hombre honrado que quiera casarse contigo, cásate, aunque sea muy bruto». (Hablando.) No, no miento nada al decir que la quiero con todo mi corazón. Su lealtad conmigo, la constancia de afecto con que ha pagado mis desvíos prueban la grandeza de su alma.

Link zu diesem Kommentar

(El personaje redacta largos párrafos amorosos y llena cuatro carillas de papel...) ¡Ah!, me olvidaba de lo principal, de Riquín, mi hijo. ¡En esta hora triste me ha entrado un amor por él!... ¡Si estuviera aquí me lo comería a besos!. Le reconoceré. (Escribe otro larguísimo párrafo, y pasa el tiempo y avanza la tarde.) En fin, esto es hecho. Ahora, ánimo. Tremenda cosa es afrontar el dudoso abismo de la eternidad. Pero no puede ser de otra manera. Dios me perdonará mi crimen. ¡Todo antes de ser chacota de la gente y presenciar la befa de mi honor! Pronto anochecerá. No vacilo más. (Se dirige a la percha, saca el revólver y lo examina.) Aquí está. Me parece un juez de hierro que me condena sin permitirme defensa ni apelación.

UNA VOZ.-(Que suena cavernosa detrás de la puerta, acompañada de dos golpecitos.) ¿Se puede?

JOAQUÍN.-Adelante.

DON JOSÉ.-(Entrando.) Buenas tardes.

JOAQUÍN.-¿Viene usted en busca de Isidora? No está.

DON JOSÉ.-No, vengo de parte de ella. Esta carta...

JOAQUÍN.-(Tomando la carta con mano temblorosa.) ¿A ver?... ¿En dónde está Isidora?

DON JOSÉ.-(Con sequedad.) Hace un rato estaba en una tienda de la calle del Carmen, escogiendo telas para vestidos.

JOAQUÍN.-(Estupefacto) ¡Telas! (Abre la carta, que es voluminosa. Dentro del pliego aparecen risueños algunos billetes de Banco; Joaquín palidece.) ¿Qué es esto? (Se sienta y lee. Palidece más y luego se pone encarnado y vuelve a palidecer.)

DON JOSÉ.-(Aparte, mirando a Joaquín con expresión de poca simpatía.) No lloro porque soy hombre. Mi corazón concluirá por ser como las rocas en que bate el mar.

JOAQUÍN.-(Guardando la carta en el bolsillo, se pasea.) ¡Estoy salvado! La cantidad es redonda... ¿Pero aceptaré esto? ¿De dónde procede?... ¿Es una vileza aceptarlo? Sí que lo es; pero las circunstancias... ¡El abismo!... Supongamos que un desventurado está al borde del precipicio y se le presenta el demonio de la infamia y le alza en sus manos. No, no; antes rodar al fondo del abismo. (Alto.) Don José vaya usted allá, y devuelva esto a Isidora.

DON JOSÉ.-(Aparte y tétricamente, coincidiendo en sus expresiones sin sospecharlo, con Otelo.) Oh flor graciosa y bella, ¿por qué has nacido?

JOAQUÍN.-(Vacilando.) No, no; deshonra por deshonra... Pesémoslas ambas en la balanza de la fría razón. ¿Cuál pesa más? ¡Oh!, no hay que vacilar. Esta lleva en sí la imposición del acontecimiento, del hecho real. Tomaré el dinero... Me he salvado. Pero ¿por qué no estoy tan contento como debiera? (Alto.) Don José, ¿con quién ha hablado hoy Isidora?... ¿En dónde ha estado?

DON JOSÉ.-No lo sé...

Link zu diesem Kommentar

(Aparte, lleno siempre de espíritu shakespeariano.)-¡Estúpido! ¿cómo quieres que te lo diga? No me atreveré a decirlo ni aun a vosotras, ¡oh castas estrellas!

JOAQUÍN.-Usted nunca sabe nada. Usted está siempre en Babia. (Aparte.) ¡Malditas sean las circunstancias!... Me engañaré a mí mismo, haciéndome creer que este dinero es de procedencia honrada. Es tan torpe el ser humano, que fácilmente se le engaña... Pero discutamos esto; abordemos la cuestión con filosofía. Si este dinero ha venido a mí por una vía poco honrosa, es evidente que yo no he ido a buscarlo por dicha vía. Los procedimientos de la Providencia son misteriosos. Es irreverente y sacrílego ponerse a discutir sus designios. El hecho consumado lleva ya en sí una dosis tan grande de lógica, que no necesita argumentaciones retóricas. (Alto.) ¿No piensa usted lo mismo, hombre de Dios?

DON JOSÉ.-(Como quien despierta de un sueño.) ¿Yo?... Yo no pienso.

JOAQUÍN.-(Volviendo a mirar con cariño los billetes.) ¡Y la cantidad es redondita! ¡Pobre Isidora! ¿Cómo no amarla? No sé qué daría porque ganara el pleito. Pero no, no lo ganará. Sólo los pillos tienen suerte. ¡Don José, señor don José!

DON JOSÉ.-(Pasándose la mano por la frente y el cráneo como para detener una idea que intenta escaparse.) ¿Qué?...

JOAQUÍN.-Le voy a convidar a usted a una copa de Champagne.

DON JOSÉ.-(Con repugnancia.) Gracias, no..., me mareo. (Vacilando.) Pero, sí, venga; así se olvida.

JOAQUÍN.-¿Tiene usted muchas penas que olvidar?

DON JOSÉ.-(Mirándole con ojos dulzones.) ¿Yo?... ¿Penas yo? (Contrae horriblemente sus facciones al tratar de contener la emisión de un suspiro.)

JOAQUÍN.-(Escanciando.) Ahí va.

DON JOSÉ.-(Bebe.) ¡Cómo pica la maldita! (Apenas ha llegado a su estómago la primer gota del precioso líquido, inclina la cabeza y cierra los ojos, diciendo.) ¡Mundo miserable!

JOAQUÍN.-¿Qué?... ¿Por tan poca cosa?

DON JOSÉ.-(Levántase bruscamente, los ojos brillantes y airados, la actitud trágica.) Sí, lo repito. Un caballero no recoge sus palabras. ¡Es usted un miserable, y le voy a romper a usted el bautismo!

JOAQUÍN.-(Soltando la risa.) ¡Don Pepe!

DON JOSÉ.- (Cuadrándose.)  A sable o a pistola, como usted quiera. Me es igual. De todas maneras sabré castigar su infamia. ¡Usted, un hombre ordinario, un monstruo, un cafre, atreverse a coger en sus garras aquel lirio! (Da algunas vueltas por la habitación, perseguido por espectros.) No, no os tengo miedo, no. Pez, Botín, Melchor, Bou, no os temo. Os mataré a todos, os haré polvo. Soy el defensor de la virginidad ultrajada, de la inocencia perseguida, de la casta paloma... ¡Vamos, al momento, al momento, me bato con los cuatro!

JOAQUÍN.-(Le empuja hacia el sofá.) ¡Pobre hombre!

DON JOSÉ.-(Cayendo en el sofá como un talego.) Me habéis matado, porque sois cuatro. Os perdono a todos menos a uno. Os perdono a los tres; pero a ti, bestia repugnante, a ti, tronco de la Ipecacuana, no puedo perdonarte. (Se desvanece.)

JOAQUÍN.-(Disponiéndose a salir.) Ahí te quedarás hasta que te pase.

 

 

 

-IV-

Mutación. La escena representa un aposento semi-elegante que parece ser fonda.

ISIDORA.-(Mirando con zozobra hacia la puerta, en la cual ha dado golpes una mano indiscreta.) ¿Quién es?

DON JOSÉ.-(Levantándose de un sillón en que yace soñoliento.) Si es visita, me retiraré.

UN SEÑOR.-(Entrando sombrero en mano y dirigiéndose a Isidora.) ¿Es usted doña Isidora Rufete?

ISIDORA.-(Trémula.) Servidora...

AQUEL SEÑOR.-(Avanzando, seguido de otro individuo poco simpático y nada cortés.) Señora, el objeto de mi visita es poco agradable. Vengo a prender a usted de orden del juez del Hospicio. (Muestra el auto de prisión.)

ISIDORA.-(Aterrada.) ¡Prenderme!... ¡A mí! ¿Está usted seguro?...

EL ESCRIBANO.-(Volviendo a mostrar el auto.) Vea usted... Conque si tiene usted la bondad de seguirme...

DON JOSÉ.-(Aparte, deplorando no tener espada, y sobre todo no ser hombre capaz de sacarla en caso de que la hubiera tenido.) ¡Qué picardía!

EL ESCRIBANO.-(Queriendo, como hombre humanitario, sacar a Isidora de su extraordinaria perplejidad.) Ya sabría usted que la parte contraria pidió que se sacara el tanto de culpa...

ISIDORA.-(Confusa y mareada.) Sí.

EL ESCRIBANO.-Y el juez ha encontrado el fundamento.

ISIDORA.-Pues daré fianza...

EL ESCRIBANO.-Precisamente... en el delito de que se trata no puede concederse fianza.

ISIDORA.-¡Delito! ¿Está usted seguro de lo que dice?

EL ESCRIBANO.-El pleito es ahora causa criminal...

ISIDORA.-(Iracunda.) ¿Y de qué me acusan?

EL ESCRIBANO.-De falsificación.

ISIDORA.-¿Falsificadora yo?... (Fuera de sí.)

DON JOSÉ.-(Aparte, apretando los dientes, frunciendo las cejas y contrayéndose todo.) No te pierdas, José.

ISIDORA.-Esto es una infame trama de mis enemigos... Pero Dios no consentirá que me pierdan ni que me deshonren. (Llora.) ¡Y a esto llaman justicia, ley! (Sobreponiéndose al dolor y secando sus lágrimas de tal modo que parece que se abofetea.) Yo probaré mi inocencia... Esto me faltaba, esto; ser mártir. (Aparte, con entereza y orgullo.) Bien venida sea esta noble corona. El martirio me purificará de mis culpas, y hará que resplandezcan mis derechos de tal modo que lo puedan ver hasta los ciegos. (Alto.) Vamos, cuando usted quiera.

 

Link zu diesem Kommentar

Capítulo XIII

 

En el Modelo

-I-

La irritación y la vergüenza, unidas a un desorden nervioso que casi la privaba de sensibilidad, tuvieron a Isidora toda aquella tarde y noche en un estado parecido al sonambulismo. Veía las cosas, las tocaba, preguntaba, y aun respondía como cediendo a una fuerza mecánica. No estaba segura de hallarse despierta, ni de que fuese realidad lo que le pasaba; iba y venía medio ciega, mareada, con algo en el cerebro, entre jaqueca y manía, sorprendiéndose de ver cómo brillaban instantáneas, sobre la densa lobreguez de su pena, algunos relámpagos de alegría. Rindiola el cansancio después de medianoche; se acostó vestida, cerró los ojos tratando de adormecer el dolor de cabeza, y entonces revivió bajo su cráneo, entre la vibración de los nervios encefálicos, todo lo acaecido desde que el escribano se presentó en su casa para prenderla. Veíase en el coche de alquiler que los condujo a la calle de Quiñones, donde está el vulgar y triste edificio llamado Modelo con descarada impropiedad; el coche paraba junto a una puerta en la cual había un soldado de guardia, y más a la izquierda un grupo de pobres disputándose las sobras del rancho de las presas.

Isidora y el escribano entraban en un vestíbulo nada espacioso; salía a recibirlos un empleado con gorra galoneada, traspasaban un cancel de cristales, y volviendo un poco a la derecha, encaraban con una puerta de pesados cerrojos, sobre la cual se leía en letras negras la palabra Rastrillo. Una mujer de edad madura abría la puerta, Isidora pasaba, subía por la gran escalera blanqueada, y al llegar a lo alto miraba el letrero de la Sala primera; y echando la vista por el hueco, veía un claustro grande y luminoso, en cuya capacidad sesteaba, tomando el sol, el más bullicioso y pintoresco ganado femenino que se pudiera imaginar. La idea sola de tener que vivir entre aquella gente había horrorizado a la de Rufete. Pero ella tenía fondos; ella pagaría una habitación decente, y viviría con ciertas comodidades y completo decoro los pocos días que, a su parecer, habría de permanecer en aquel tremendo asilo.

Link zu diesem Kommentar

Una señora mayor, bondadosa y amable, la acompañaba, y precedíala una celadora, cabo femenino o presidiaria distinguida, de aspecto gitanesco y hombruno. Hacia la izquierda estaba el aposento que a Isidora se destinaba, el cual tenía una ventana enrejada a la calle, un camastrón de hierro, mesa y dos sillas... La dejaban sola; poco después entraba la celadora, quien, con formas de adulación artera y llamándola señorita, ofreció servirla y acompañarla. Isidora la miraba con repulsión. Llegada la noche le servían una cena, que no quiso probar, y al fin, sola, encerrada, abrumada por la pena, el cansancio y la jaqueca, se recostó en la cama, donde su cerebro le reprodujo una, dos, tres veces o más, la serie de impresiones y sucesos que hemos referido.

Por la mañana, despertáronla los gritos y desaforadas blasfemias de una mujer que moraba al otro lado del tabique de su cuarto, el graznido de un ave domesticada, el ruido de la calle, el bullicio de la próxima Sala primera, y el tan tan de la campana de Montserrat, iglesia del convento que hoy es prisión del bello sexo. Y si el alma humana en las situaciones de gran tribulación se ve siempre sacudida por ráfagas de inexplicable alegría, que más bien parecen protesta aislada de algún nervio rebelde contra el dolor, en Isidora había un motivo para que aquellas ráfagas de alegría fueran algo más duraderas y eficaces, porque la prisión, con ser tan odiosa, había venido a librarla de otra esclavitud atrozmente repulsiva.

«Casi me alegro de esto-decía-, porque si no estuviera aquí estaría ya muerta de horror y asco...».

Además, la prisión no podía durar, porque los jueces, ¡cosa evidente!, habrían de convencerse pronto de la inocencia de la pobrecita demandante. Dios le había deparado sin duda aquel trance para probarla y darle de improviso, cuando más afligida estuviese, el alegrón de ganar el pleito y confundir a su implacable abuela. Pero donde la hallamos más en carácter es en aquel punto y hora en que echaba mano de su cualidad de idealizar las cosas para obtener los más dulces confortamientos. ¿No ennoblece el martirio a las criaturas? Si los culpables, cuando son perseguidos, inspiran lástima, los inocentes que sufren tormento de la Justicia, ¡cuánto no se avaloran y subliman en el concepto de las almas sensibles! Era inocente, sufría persecuciones inauditas; luego tenía bastante motivo para erigirse en criatura celestial. Poco le faltaba aquella mañana para figurarse que todo Madrid la compadecía, que era el ídolo de multitudes, que se hacía interesantísima, que era un tipo novelesco, y aun que salían por aquí y por allá bravos caballeros dispuestos a hacer cualquier barrabasada por sacarla de aquel mal paso.

¡Pero qué feo, qué desmantelado el cuarto! ¡Qué cama, que muebles, qué desnudas paredes! Era cosa de morirse de abatimiento. Y no obstante, como ella, para hacer frente a un hecho, siempre tenía pronta una idea, amparose de una bellísima, que le valió de mucho para consolarse. ¿Con quién creerá el lector que se comparó? Con María Antonieta en la Conserjería. Era ni más ni menos que una reina injuriada por la canalla. Determinó, pues, imitar en todos sus actos y palabras, hasta donde la realidad lo permitiese, la dignidad de aquella infelicísima señora, con lo que se crecía a sus propios ojos, y se veía idealizada por el martirio, grande en la humildad, rica en la pobreza y purificada en los padecimientos. El día lo pasó en estas cavilaciones, acordándose mucho del Delfín, de Joaquín Pez y de otras personas. Mandáronle ropas, y Juan Bou, a quien pidió un libro de entretenimiento, le envió Los Girondinos, de Lamartine, y un gran ramo de flores. Isidora leyó en el libro y deshojó las flores, dándose el gusto de pisotearlas. Le recordaban cosas muy desagradables la osadía y desparpajo de la canalla profanadora.

Empezó el sumario. Cuando bajaba a prestar declaración a la salita de rojo dosel, que está junto al despacho del alcaide, Isidora contestaba a las preguntas del juez con serenidad tranquila, con confianza en su derecho y al mismo tiempo con un aire de superioridad que cautivaba, preciso es decirlo, al mismo señor juez dignísimo y al escribano. En todo el trayecto desde su cuarto a la salita, lo mismo al subir que al bajar, la Rufete era gran incentivo a la curiosidad de las presas, que se agolpaban a la puerta de la Sala para verla pasar, y luego estaban comentándola tres o cuatro horas. Quién aseguraba que era una duquesa perseguida por su marido; quién la tenía por una cualquiera de esas calles de Dios; y alguna, que la conocía verdaderamente, refería parte de su vida y milagros, añadiendo maliciosas invenciones. Y ella, a solas, sumergida en hondas perplejidades y tristezas, repetía en su mente las preguntas del juez, deploraba no haber dado tal o cual contestación, revolvía lo cierto con lo dudoso, la acusación de la ley con los datos de su memoria, el testimonio de su conciencia con ciertas presunciones y sospechas, para tratar de sondear aquel antro obscuro que, desde la acusación por falsificadora, se había abierto ante sus ojos. Negaba con toda su alma, y al negar, su conciencia mostrábase en la plenitud de la verdad. Los documentos se le habían entregado tal y como estaban; y ella no había añadido ni quitado cosa alguna, ni tenía noticia de que nadie lo hubiera hecho. No era posible que su tío el Canónigo alterase los tales papeles, y en cuanto al primitivo poseedor de ellos, Tomás Rufete... Al llegar a este punto de su cavilación, Isidora fruncía el ceño y ahondaba, ahondaba en aquel mar inmenso de lo dudoso. ¿Pero a qué martirizar el pensamiento? Los jueces, la ley, la marquesa de Aransis, la curia infame y el señorío prepotente eran los verdaderos autores de aquel embrollo, con el inicuo fin de desposeer a una huérfana noble, a un ángel desvalido. Pero Dios los castigaría, Dios volvería por los fueros de la verdad y de la inocencia. ¡Pues no faltaba más!

Link zu diesem Kommentar

Durante el sumario, la incomunicación no fue tan rigurosa como la ley ordena, porque los cerrojos de nuestras cárceles se ablandan fácilmente. Isidora, como persona de aspecto decente y algo adinerada, se captó las simpatías de las compasivas mujeres que guardaban a sus compañeras. Así pudo tener el gusto de ver, aunque por cortos ratos, a Riquín y a D. José, a su tía la Sanguijuelera y a Miquis. El día mismo en que cesó la incomunicación fue este a verla, y tuvo con su amiga largo y substancioso coloquio. El simpático doctor sintió viva emoción cuando vio aparecer detrás de las dobles rejas del locutorio aquella figura hermosa, aquel rostro pálido, con expresión de noble conformidad.

«Isidora, gran mujer-le dijo fingiendo burlas para ocultar emociones-. Estás guapa. Eres el soborno de la ley y la sustancia corrosiva del Código penal. Como sigas así, la curia, en vez de tomarte declaraciones, te las hará, y vas a pisar una alfombra de togas y a subir por una escalera de birretes.

-Déjate de tonterías-replicó ella apoyando los codos en la reja interior y sosteniendo la cabeza entre las palmas de las manos, actitud de aburrimiento que tomaba siempre que estaba largo rato en el locutorio-. ¡Ay, Miquis, esto es morir!

-Con tu permiso, eso es vivir. ¿Pues qué creías tú?... La vida toda es cárcel, sólo que en unas partes hay rejas y en otras no. Unos están entre hierros y otros entre las paredes azules del firmamento... Pero vamos a otra cosa, gran mujer. Hoy vengo a darte noticias que serán para ti alegres o tristes, según como las tomes.

Link zu diesem Kommentar

Erstelle ein Benutzerkonto oder melde Dich an, um zu kommentieren

Du musst ein Benutzerkonto haben, um einen Kommentar verfassen zu können

Benutzerkonto erstellen

Neues Benutzerkonto für unsere Community erstellen. Es ist einfach!

Neues Benutzerkonto erstellen

Anmelden

Du hast bereits ein Benutzerkonto? Melde Dich hier an.

Jetzt anmelden

×
×
  • Neu erstellen...

Unser Netzwerk + Partner: Italien-Forum