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Benito Pérez Galdós / La desheredada


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Isidora se puso las manos ante la cara con muestras de horror.

«Es el trabajo más bonito-añadió Miquis-. Tonta, ¿por qué no se ha de hablar de esto? Si es la realidad, la ciencia... ¿Qué sería de la vida si no se estudiara la muerte? Nada me gusta como la Cirugía, chica. O he de ser un gran cirujano, o nada. Verás. Cuando el doctor no estaba allí, cogíamos uno de los brazos del muerto, y ¡zas!, nos pegábamos bofetadas unos a otros...».

Isidora dio un grito.

«Eres tonta... Pues si vieras lo que yo gozo cuando levanto un músculo con mi escalpelo, cuando me apodero de una entraña...».

Isidora se levantó, echando a correr y metiéndose un dedo en cada oído.

«Aguarda, ruiseñora, no hablaré más de esto».

Luego se iban a otro sitio. Isidora, sentada junto a un tronco, se quedaba meditabunda, mirando por un hueco del ramaje las blancas masas de nubes que avanzaban sobre lo azul del cielo con soberana lentitud. Miquis cogía una rama seca, y acercándose cautelosamente por detrás de la joven, se la pasaba por la cara y decía con voz lúgubre: «¡La mano del muerto!».

Isidora daba un chillido; después reían los dos. Miquis cantaba trozos de ópera, corrían un poco; escondíase él tras las espesas matas de aligustre, para que ella le buscase; encontrábanse fácilmente; se cogían las manos; se sentaban de nuevo; charlaban, convidados de la hermosura del día y del lugar, donde todo parecía recién criado, como en aquellos días primeros de la fabricación del mundo, en que Dios iba haciendo las cosas y las daba por buenas.

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-II-

Augusto Miquis, por quien sabemos los pormenores de aquellas escenas, es hoy un médico joven de gran porvenir. Entonces era un estudiante aprovechadísimo, aunque revoltoso, igualmente fanático por la Cirugía y por la Música, ¡qué antítesis!, dos extremos que parecen no tocarse nunca, y sin embargo se tocan en la región inmensa, inmensamente heterogénea del humano cerebro. Recordaba las melodías patéticas, los graciosos ritornelos y las cadencias sublimes allá en la cavidad taciturna del anfiteatro, entre los restos dispersos del cuerpo de nuestros semejantes. Él, en presencia de Raoul y Valentina, o ante la sublime conjuración de Guillermo Tell, o en la sala de conciertos, pensaba en la aponeurosis del gran supinador. Él, posado sobre los libros, como un ave sobre su empolladura, soñaba con un monumento colosal que expresase los esfuerzos del genio del hombre en la conquista de lo ideal. Aquel monumento debía rematarse con un grupo sintético: ¡Beethoven abrazado con Ambrosio Paré!

Nació en una aldea tan célebre en el mundo como Babilonia o Atenas, aunque en ella no ha pasado nunca nada: el Toboso. Diole el Cielo inteligencia superior, que en aquella edad era todavía un desordenado instinto genial. Su aplicación no era constante como la de las medianías, sino intermitente y caprichosa. Tan pronto devoraba libros, emprendía penosos estudios y practicaba con ardor la cirugía, como lo abandonaba todo para leer partituras al piano, tocándolo con pocos dedos y menos nociones de Música. Pero en estas alternativas de trabajo y holganza, se ha apoderado poco a poco de la ciencia, y cada idea que llegaba a ser suya, daba al punto en su mente magníficos frutos.

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Todas las teorías novísimas le cautivaban, mayormente cuando eran enemigas de la tradición. El transformismo en ciencias naturales y el federalismo en política le ganaron por entero. Tenía gran facilidad de dicción. Se asimilaba prodigiosamente las ideas de los libros y las ideas de los maestros orales, sus frases, su estilo y hasta su metal de voz. Burla burlando, imitaba a todos los profesores de la Facultad, y como poseía extraordinaria retentiva, lo mismo era para él repetir un allegro lleno de dificultades, que pronunciar dos o tres discursos sobre Medicina o Filosofía naturalista.

Su carácter siempre alegre, erizado de malicias, se manifestaba en punzadas mil, en bromas a veces nada ligeras, en apropósitos y en charlar voluble, compuesto ya de hipérboles, ya de pedanterías burlescas, que ciertamente no indicaban que él fuese pedante, sino que, por bromear, bromeaba hasta con la ciencia. Tomando un tono hueco, hacía pasar por sus labios todas las palabras retumbantes, todas las frases obscuras de la fraseología científica, y las intercalaba de paradojas de su propia cosecha, graciosas y originales.

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Aún hoy, que es un hombre de saber sólido, no ha perdido Miquis aquellas mañas, y nos divierte con sus chuscas habladurías. A veces parece querer zaherir aquello que adora; pero en realidad no hace más que mofarse de lo que es realmente pedantesco. Entonces no; sus burlas no perdonaban ni la verdad misma, ni la ciencia adorada. En la leonera que tenía por vivienda y que era una caverna de disputas, se oía su voz declamatoria, diciendo estas o parecidas cosas: «... porque, señores, a todas horas estamos viendo que, unidas en fatal coyunda las enfermedades diatésicas, determinan la depauperación general, la propagación de los vicios herpético y tuberculoso, que son, señores, permitidme decirlo así, la carcoma de la raza humana, la polilla por donde parece marchar a su ruina...». O bien, elevándose a lo teórico, gritaba: «Reconociendo, señores, la revolución que las ciencias naturales, y especialmente la Química, han hecho en la materia médica moderna, no conviene afirmar que la Química, señores, forma un sistema médico por sí sola, porque antes que las leyes químico-orgánicas están las leyes vitales. Volved la vista, señores, a Paracelso, Helmoncio y Agrícola, y ¿qué hallaréis, señores?...».

Isidora vio un araña que se descolgaba de un hilo, un pájaro que llevaba pajas en el pico, una pareja de mariposas blancas que paseaban por la atmósfera con esa elegante desenvoltura que tanto ha dado que hablar en poesía, y sobre estos accidentes y otros dijo cosas que hicieron reír a Miquis. Hablando y hablando, Augusto llegó a decir:

«Señores, evolución tras evolución, enlazados el nacer y el morir, cada muerte es una vida, de donde resulta la armonía y el admirable plan del Cosmos».

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¡El Cosmos! ¡Qué bonito eco tuvo esta palabra en la mente de Isidora! ¡Cuánto daría por saber qué era aquello del Cosmos!..., porque verdaderamente ella deseaba y necesitaba instruirse.

«¿Quieres saber lo que es eso, tonta?-le preguntó Miquis-. Vamos, veo que eres un pozo de ignorancia.

-No sé más que leer y escribir; deseo aprender algo más, porque sería muy triste para mí encontrarme dentro de algún tiempo tan ignorante como ahora. Enséñame tú. Yo me pongo a pensar que será esto de morirse. Pues el nacer también...

-También tiene bemoles-añadió Augusto en tono sumamente enfático-, porque, señores, debemos principiar declarando que todo el mundo se compone de las mismas sustancias no creadas, no destructibles, y se sostiene por las mismas fuerzas imperecederas que actúan según las mismas leyes, desde el átomo invisible hasta la inmensa multitud de cuerpos celestes, conservándose invariables en el conjunto de su efecto total... ¿Te has enterado?

-El demonio que te entienda... ¡Qué jerga!

-¡Qué bonitos ojos tienes!

-Tonto... Vamos a ver las fieras.

-No me da la gana. ¿Qué más fiera que tú?

-El león.

-¡Leoncitos a mí!... Esos dos hoyuelos que te abrió Natura entre el músculo maseter y el orbicular me tienen fuera de mí... No te pongas seria, porque desaparecen los hoyuelos.

-Vámonos de aquí-dijo Isidora con fastidio.

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-Estamos en el lugar más recogido del laboratorio de la Naturaleza. Señores, hemos sido admitidos a presenciar sus trabajos misteriosos. Entremos en la selva profunda y sorprenderemos el palpitar primero de las nuevas vidas. Ved, señores, cómo de los infinitos huevecillos acariciados por el sol salen infinitos seres que ensayan entre las ramas su primer paso y su primer zumbido. ¿No oís cómo estrenan sus trompetillas esos niños alados, que vivirán un día y en un día alborotarán la vecindad de este olmo? En el reino vegetal, señores, la nueva generación se os anuncia con una fuerte emisión de aromas mareantes, alguno de los cuales os afecta como si la esencia misma de vivir fuera apreciable al olfato. Las oleadas de fecundidad corren de una parte a otra, porque la atmósfera es mediadora, tercera o Celestina de invisibles amores. Sentís afectado por estas emanaciones lo más íntimo de vuestro ser. Mirad los tiernos pimpollos, mirad cómo al influjo de esa fuerza misteriosa desarrollan las menudas florecillas sus primeras galas, cómo se atavían las margaritas mirándose en el espejo de aquel arroyo, cómo se acicalan...

-Cállate... Pues no tendrías precio para catedrático...

-Para catedrático-poeta, que es la calamidad de las aulas. Mira: el día en que yo sea médico, voy a poner una cátedra para explicar...

-¿Qué?

-Para dar una lección de armonía de la Naturaleza-dijo Miquis, mirándola a los ojos-, y explicar esos radios de oro que nacen en tu pupila y se extienden por tu iris... Déjame que lo observe de cerca...

-¡Qué pesado! Quita... enséñame las fieras.

-Vamos, mujer, esposa mía, a ver esas alimañas-dijo Augusto en tono de paciencia-. Desde que me casé contigo me traes sobre un pie. Eras tan amable de polla, ahora de casada tan regañona y exigente... Vamos, vamos, y me pondré un tigre en cada dedo... ¿Qué más? Se te antoja una jirafa. ¡Isidora, Isidorilla!».

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Ambos se detuvieron mirándose entre risas.

«Si no me das un abrazo me meto en la jaula del león... Quiero que me almuerce. O tu amor o el suicidio.

-Si pareces un loco.

-El suicidio es la plena posesión de sí mismo, porque al echarse el hombre en los amorosos brazos de la nada... Pero vamos a ver a esos señores mamíferos.

-¿Qué son mamíferos?-preguntó Isidora, firme en su propósito de instruirse.

-Mamíferos son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus.

-Yo no quiero ser sabia, vamos, sino saber lo preciso, lo que saben todas las personas de la buena sociedad, un poquito, una idea de todo..., ¿me entiendes?

-¿Sabes coser?

-Sí.

-¿Sabes planchar?

-Regularmente.

-¿Sabes zurcir?

-Tal cual.

-Y de guisar, ¿cómo andamos?

-Así, así.

-Me convienes, chica. Nada, nada, te digo que me convienes, y no hay más que hablar.

-Pues a mí no me convienes tú.

-¡Boa constrictor!

-¿Qué es eso?

-Tú.

-Pero que, ¿es cosa de Medicina?

-Es una culebra.

-¿La veremos aquí?... Entremos. ¿Es esto la Casa de Fieras?

-¿Quieres ver al oso? Aquí me tienes.

-Sí que lo eres»-dijo Isidora riendo con toda su alma.

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Y entraron. Un tanto aburrido Miquis de su papel de indicador, iba mostrando a Isidora, jaula por jaula, los lobos entumecidos, las inquietas y feroces hienas, el águila meditabunda, los pintorreados leopardos, los monos acróbatas y el león monomaníaco, aburridísimo, flaco, comido de parásitos, que parece un soberano destronado y cesante. Vieron también las gacelas, competidoras del viento en la carrera, las descorteses llamas, que escupen a quien las visita, y los zancudos canguros, que se guardan a sus hijos en el bolsillo. Satisfecha la curiosidad de Isidora, poca impresión hizo en su espíritu la menguada colección zoológica. Más que admiración, produjéronle lástima y repugnancia los infelices bichos privados de libertad.

«Esto es espectáculo para el pueblo-dijo con desdén-. Vámonos de aquí.

-Aunque enamorado-indicó Miquis al salir-, estoy muerto de hambre. Lo divino no quita lo humano. Amémonos y almorcemos».

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-III-

También Isidora estaba desfallecida. Discutieron un rato sobre si darían por terminado el paseo en aquel punto, yéndose cada cual a su casa; pero al fin Miquis hizo triunfar su propósito de almorzar en uno de los ventorrillos cercanos a los Campos Elíseos. No eran ciertamente modelo de elegancia ni de comodidad, como Isidora tuvo ocasión de advertir al tomar posesión de una mesa coja y trémula, de una silla ruinosa, y al ver los burdos manteles y el burdísimo empaque de la mujer sucia y ahumada que salió a servirles.

Compareció sobre el mantel una tortilla fláccida que, por el color, más parte tenía de cebolla que de huevo, y Miquis la dividió al punto. El vino que llegó como escudero de la tortilla era picón y negro, cual nefanda mixtura de pimienta y tinta de escribir. El plato, mal llamado fuerte, que siguió a la tortilla, y que sin duda debía la anterior calificación a la dureza de la carne que lo componía, no gustó a Isidora más que el local, el vino y la dueña del puesto. Con desprecio mezclado de repugnancia observó la pared del ventorrillo, que parecía un mal establo, el interior de la tienda o taberna, las groseras pinturas que publicaban el juego de la rayuela, el piso de tierra, las mesas, el ajuar todo, los cajones verdes con matas de evónymus, cuyas hojas tenían una costra de endurecido polvo, el aspecto del público de capa y mantón que iba poco a poco ocupando los puestos cercanos, el rumor soez, la desagradable vista de los barriles de escabeche, chorreando salmuera...

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«¡Qué ordinario es esto!-exclamó, sin poderse contener-. Vaya, que me traes a unos sitios...

-¡Bah, bah!... ¿No te gusta conocer las costumbres populares? A mí me encanta el contacto del pueblo... Para otra vez, marquesa, iremos a uno de los buenos restaurants de Madrid... Perdóname por hoy... Tenías carita de hambre atrasada.

-Esto no es para mí-dijo Isidora con remilgo.

-¡Impertinencia, tienes nombre de mujer!-exclamó el estudiante, a un tiempo riendo y mascando-¡Descontentadiza, exigente! ¿A qué vienen esos melindres? Somos hijos del pueblo; en el seno del noble pueblo nacimos; manos callosas mecieron nuestras cunas de mimbre; crecimos sin cuidados, mocosos, descalzos; y por mi parte sé decir que no me avergüenzo de haber dormido la siesta en un surco húmedo, junto a la panza de un cerdo. Usted, señora duquesa, viene sin duda de altos orígenes, y ha gateado sobre alfombras, y ha roto sonajeros de plata; pero usted se ha mamado el dedo como yo, y ahora somos iguales, y estamos juntos en un ventorrillo, entre honradas chaquetas y más honrados mantones. La humanidad es como el agua; siempre busca su nivel. Los ríos más orgullosos van a parar al mar, que es el pueblo; y de ese mar inmenso, de ese pueblo, salen las lluvias, que a su vez forman los ríos. De todo lo cual se deduce, marquesa, que te quiero como a las niñas de mis ojos.

-Vámonos-dijo Isidora con fastidio.

-Vámonos a Puerto Rico-replicó Miquis, después de pagar el gasto-. Vámonos despacito hacia la Castellana, para que te hartes de ver coches, aristócrata, sanguijuela del pueblo... Si digo que te he de cortar la cabeza... Pero será para comérmela».

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¡Con qué inocente confianza y abandono iban los dos, en familiar pareja, por los senderos torcidos que conducen desde el camino de Aragón a Pajaritos! Bajaban a las hondonadas de tierra sembrada de mies raquítica; subían a los vertederos, donde lentamente, con la tierra que vacían los carros del Municipio, se van bosquejando las calles futuras; pasaban junto a las cabañas de traperos, hechas de tablas, puertas rotas o esteras, y blindadas con planchas que fueron de latas de petróleo; luego se paraban a ver muchachos y gallinas escarbando en la paja; daban vueltas a los tejares; se detenían, se sentaban, volvían a andar un poco, sin prisa, sin fatiga.

Miquis, a ratos, hacía burlescos encarecimientos del paisaje. «Allá-decía-las pirámides de Egipto, que llamamos tejares; aquí el despedazado anfiteatro de estas tapias de adobes. ¡Qué vegetación! Observa estos cardos seculares que ocultan el sol con sus ramas; estas malvas vírgenes, en cuya impenetrable espesura se esconde la formidable lagartija. Mira estos edificios, San Marcos de Venecia, Santa Sofía, el Escorial... ¡Ay! Isidora, Isidora, yo te amo, yo te idolatro. ¡Qué hermoso es el mundo! ¡Qué bella está la tarde! ¡Cómo alumbra el sol! ¡Qué linda eres y yo qué feliz!».

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Pasaban otras parejas como ellos; pasaban perros, algún guardia civil acompañando a una criada decente; pastores conduciendo cabras; pasaban también hormigas, y de cuando en cuando pasaba rapidísima por el suelo la sombra de un ave que volaba por encima de sus cabezas. Y ellos charla que charla. Miquis empezó contándole su historia de estudiante, toda de peripecias graciosas. Su hermano mayor, Alejandro Miquis, que estudiaba Leyes, había muerto algún tiempo antes, de una enfermedad terrible. Augusto despuntaba, desde muy niño, por la Medicina, y jamás vaciló en la elección de carrera. Su padre le enviaba treinta y cinco duros al mes, y él sabía arreglarse. ¡Había tenido diez y siete patronas! Entregábale las mesadas, y tenía además el encargo de vigilarle y darle consejos, un hombre de posición humilde y sanas costumbres, bastante viejo, amigo y aun algo pariente de los Miquis del Toboso. Este bravo manchego se llamaba Matías Alonso y era conserje de la casa de Aransis.

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Al oír este nombre Isidora palideció, y el corazón saltó en el pecho. Su espontaneidad quiso decir algo; pero se contuvo asustada de las indiscreciones que podría cometer. Después salió a relucir el tema más común en estos paseos de parejas. Hablaron de aspiraciones, del porvenir, de lo que cada cual esperaba ser. Miquis habló seriamente, sin dejar su expresión irónica, por ser la ironía, más que su expresión, su cara misma. Él esperaba ser un facultativo de fama y operador habilísimo. Llevaría un sentido por cada operación, y viviría con lujo, sin olvidar a su bondadoso y honrado padre, labrador de mediana fortuna, que tantos sacrificios hacía para darle carrera. En cuanto esta fuese concluida pensaba el buen Miquis hacer oposición a una plaza de hospitales.

«En los hospitales-decía-, en esos libros dolientes es donde se aprende. Allí está la teoría unida a la experiencia por el lazo del dolor. El hospital es un museo de síntomas, un riquísimo atlas de casos, todo palpitante, todo vivo. Lo que falta a un enfermo le sobra a otro, y entre todos forman un cuerpo de doctrina. Allí se estudian mil especies de vidas amenazadas y mil categorías de muertes. Las infinitas maneras de quejarse acusan los infinitos modos de sufrir, y estos las infinitas clases de lesiones que afligen al organismo humano; de donde resulta que el supremo bien, la ciencia, se nutre de todos los males y de ellos nace, así como la planta de flores hermosas y aromáticas es simplemente una transformación de las sustancias vulgares o repugnantes contenidas en la tierra y en el estiércol».

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Pensaba Miquis trabajar y aplicarse mucho, sin desdeñar espectáculo triste, ni dolencia asquerosa, ni agonía tremenda, porque de todas estas miserias había de nutrir su saber. Después vendrían las visitas bien remuneradas, las consultas pingües. Él se dedicaría a una especialidad. Al fin completaría sus satisfacciones abonándose a diario a la Ópera, para que su espíritu, cansado del excesivo roce con lo humano, se restaurase en las frescas auras de un arte divino.

Luego tocaba a Isidora explanar sus pretensiones. ¡Pero le era tan difícil hacerlo!... Sus ideales eran confusos, y su posición particular, su delicadeza, no le permitían hablar mucho de ellos. ¡Oh!, si dijera todo lo que podía decir, Miquis se asombraría, se quedaría hecho un poste. ¡Pero no, no podía explicarse con claridad! La cosa era grave. Quizás entre el presente triste y el porvenir brillante habrían de mediar los enojos de un pleito, cuestiones de familia, escándalos, revelaciones, proclamación de hechos hasta entonces secretos, y que llenarían de asombro a la buena sociedad, a la buena sociedad, fijarse bien, de Madrid. Entretanto, únicamente se podía decir que ella no era lo que parecía, que ella no era Isidora Rufete, sino Isidora... A su tiempo madurarían las uvas; a su tiempo se sabría el apellido, la casa, el título... Vivir para ver. Estas cosas no ocurren todos los días, pero alguna vez...

Pasó un naranjero.

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«¿Son de cáscara fina?-preguntó Miquis al comprar cuatro naranjas-. Toma, cómete esta para que se te vaya refrescando la sangre. La fluidez de la sangre despeja el cerebro, da claridad a las ideas...

-Así es-prosiguió Isidora con cierta fatuidad mal disimulada-, que si me preguntas cosas que no sean de lo que ahora está pasando, quizás no te podré contestar. ¿Qué sé yo lo que será de mí? ¿Conseguiré lo que deseo y lo que me corresponde? ¡Hay tanta picardía en este mundo!

-Verdaderamente que sí-dijo Augusto en el tono más enfáticamente burlesco que usar sabía-. El mundo es una sentina, una cloaca de vicios. En él no hay más que dolor y falsía. Malo es el mundo, malo, malo, malo. ¡Duro en él! En cambio nosotros somos muy buenos; somos ángeles. La culpa toda es del pícaro mundo, de ese tunante. Es el gato, hija mía, el gato, autor de todas las fechorías que ocurren en... el Cosmos. ¡Ah, mundo, pillín, si yo te cogiera!... Pero ven acá, alma mía; puesto que vas a dar un salto tan brusco en la escala social..., dime: allá, en esos Olimpos, ¿te acordarás del pobre Miquis?

-¿Pues no me he de acordar? Serás entonces un médico célebre.

-¡Y tan célebre!... Vamos a lo principal. ¿Y tendrás a menos ser esposa de un Galeno?

-¿De un qué?... ¿De una notabilidad?... ¡Oh, no! Poco entiendo de cosas del mundo; pero me parece que los grandes doctores pueden casarse con...

-Con las reinas, con las emperatrices.

-Y sobre todo chico-añadió Isidora-, de algo ha de valer que nos conozcamos ahora. Y lo que es a mí...».

¡Cuánta ternura brilló en sus ojos, mirando a Miquis, que la devoraba con los suyos!

«Lo que es a mí... no me han de imponer un marido que no sea de mi gusto, aunque esté más alto que el sol.

-¡Bendita sea tu boca!-exclamó Augusto, apoderándose de las dos manos de ella-. ¡Ay!, prenda, ¡qué frías tienes las manos!

-¡Y las tuyas, qué calientes!».

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Isidora volvió a pensar en que nunca más saldría a la calle sin guantes.

«¿Querrás siempre a este pobre Miquis, que te quiere más?... Desde que te vi en Leganés, me estoy muriendo, no sé lo que me pasa, no estudio, no duermo, no puedo apartar de mí esos ojos, ese perfil divino y todo lo demás».

Ella empezó a comer otra naranja, y él la miraba embebecido. Nunca le había parecido tan guapa como entonces. Sus labios, empapados en el ácido de la fruta, tenían un carmín intensísimo, hasta el punto de que allí podían ser verdad los rubíes montados en versos de que tanto han abusado los poetas. Sus dientecillos blancos, de extraordinaria igualdad y finísimo esmalte, mordían los dulces cascos como Eva la manzana, pues desde entonces acá el mundo no ha variado en la manera de comer fruta. Saboreando aquella, Isidora ponía en movimiento los dos hoyuelos de su cara, que ya se ahondaban, ya se perdían, jugando en la piel. La nariz era recta. Sus ojos claros, serenos y como velados, eran, según decía Miquis, de la misma sustancia con que Dios había hecho el crepúsculo de la tarde.

Miquis intentó abrazarla. Isidora había despuntado un casquillo con intención de comérselo. Variando de idea al ver las facciones de su amigo tan cerca de las suyas, alargó un poco la mano y puso el pedazo de naranja entre los dientes de Miquis. Él se comió lo que era de comer y retuvo un rato entre sus labios las yemas de aquellos dedos rojos de frío.

Isidora se levantó bruscamente, y echó a correr por el sendero.

Corrieron, corrieron...

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«¡Ya te cogí!-exclamó Augusto, fatigadísimo y sin aliento, apoderándose de ella-. Perla de los mares, antes de cogerte se ahoga uno.

-Formalidad, formalidad, señor doctorcillo-dijo Isidora, poniéndose muy seria.

-¡Formalidad al amor! El amor es vida, sangre, juventud, al mismo tiempo ideal y juguete. No es la Tabla de Logaritmos, ni el Fuero Juzgo, ni las Ordenanzas de Aduanas.

-Juicio, mucho juicio, Sr. Miquis.

-El juicio está claro, señorita. Yo sé lo que me digo. Oye bien. Por mi padre, que es lo que más quiero, juro que me caso contigo.

-¡Huy, qué prisa!...

-Está dicho.

-¡Mira éste!

-Un Miquis no vuelve atrás; un re non mente; la palabra de un Miquis es sagrada.

-¡Bah, bah!

-Soy del Toboso, de ese pueblo ilustre entre los pueblos ilustres. Un tobosino no puede ser traidor.

-Pero puede ser tinaja.

-No te rías; esto es serio. Estamos hablando de la cosa más grave, de la cosa más trascendental».

Y era verdad que estaba serio.

«No nos detengamos aquí-dijo Isidora viendo que el estudiante buscaba un sitio para sentarse-. Hace fresco.

-Sigamos. En otra parte hablaremos mejor.

-¿A dónde quieres llevarme? Yo no voy sino a mi casa.

-Por ahora bajemos a la Castellana, para que veas cosa buena.

-Sí, sí, a la Castellana. Mi tío el Canónigo me decía que es cosa sin igual la Castellana.

-Escribiré mañana a tu tío el Canónigo.

-¿Para qué?

-Para pedirte. Agárrate de mi brazo. Vamos aprisa... Cuando digo que me caso... Sí, estudiante y todo. Mi padre pondrá el grito en el cielo; pero cuando te conozca, cuando vea esta joya... desprendida de la corona del Omnipotente...».

Las risas de Isidora oíanse desde lejos. Al llegar al barrio de Salamanca guardaron más compostura y desenlazaron sus brazos. Descendían por la calle de la Ese, cuando Isidora se detuvo asombrada de un rumor continuo que de abajo venía.

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-IV-

«¿Hay aquí algún torrente?-preguntó a Miquis.

-Sí, torrente hay... de vanidad.

-¡Ah! ¡Coches!...

-Sí, coches... Mucho lujo, mucho tren... Esto es una gloria arrastrada».

Isidora no volvía de su asombro. Era el momento en que la aglomeración de carruajes llegaba a su mayor grado, y se retardaba la fila. La obstrucción del paseo impacientaba a los cocheros, dando algún descanso a los caballos. Miquis veía lo que todo el mundo ve: muchos trenes, algunos muy buenos, otros publicando claramente el quiero y no puedo en la flaqueza de los caballos, vejez de los arneses y en esta tristeza especial que se advierte en el semblante de los cocheros de gente tronada; veía las elegantes damas, los perezosos señores, acomodados en las blanduras de la berlina, alegres mancebos guiando faetones, y mucha sonrisa, vistosa confusión de colores y líneas. Pero Isidora, para quien aquel espectáculo, además de ser enteramente nuevo, tenía particulares seducciones, vio algo más de lo que vemos todos. Era la realización súbita de un presentimiento. Tanta grandeza no le era desconocida. Habíala soñado, la había visto, como ven los místicos el Cielo antes de morirse. Así la realidad se fantaseaba a sus ojos maravillados, tomando dimensiones y formas propias de la fiebre y del arte. La hermosura de los caballos y su grave paso y gallardas cabezadas, eran a sus ojos como a los del artista la inverosímil figura del hipogrifo. Los bustos de las damas, apareciendo entre el desfilar de cocheros tiesos y entre tanta cabeza de caballos, los variados matices de las sombrillas, las libreas, las pieles, producían ante su vista un efecto igual al que en cualquiera de nosotros produciría la contemplación de un magnífico fresco de apoteosis, donde hay ninfas, pegasos, nubes, carros triunfales y flotantes paños.

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¡Qué gente aquella tan feliz! ¡Qué envidiable cosa aquel ir y venir en carruaje, viéndose, saludándose y comentándose! Era una gran recepción dentro de una sala de árboles, o un rigodón sobre ruedas. ¡Qué bonito mareo el que producían las dos filas encontradas, y el cruzamiento de perfiles marchando en dirección distinta! Los jinetes y las amazonas alegraban con su rápida aparición el hermoso tumulto; pero de cuando en cuando la presencia de un ridículo simón lo descomponía.

«Debían prohibir-dijo Isidora con toda su alma-que vinieran aquí esos horribles coches de peseta.

-Déjalos... En ellos van quizás algunos prestamistas que vienen a gozarse en las caras aburridas de sus deudores, los de las berlinas. El simón de hoy es el landau de mañana... Esto es una noria; cuando un cangilón se vacía otro se llena».

Apareció un coche de gran lujo, con lacayo y cochero vestidos de rojo.

«El Rey Amadeo-dijo Miquis-El Rey. Mira, mira, Isidora... No me quitaré yo el sombrero como esos tontos.

-Si apenas le saludan...-observó Isidora con lástima-. Pues cuando vuelva a pasar, le hago yo la gran cortesía. Mí tío el Canónigo dice que está excomulgado este buen señor; pero el Rey es Rey».

Pasado su primer arrobamiento, Isidora empezó a ver con ojos de mujer, fijándose en detalles de vestidos, sombreros, adornos y trapos.

«¡Qué variedad de sombreros! ¡Mira este, mira aquel, Miquis!... ¡Vaya un vestidito! Y tú, ¿por qué no montas a caballo, para parecerte a aquel joven?...

-Es un cursi.

-Y tú un veterinario... ¡Qué hermosas son las mantillas blancas! Es moda nueva, quiero decir, moda vieja que han desenterrado ahora... Creo que es cosa de política. Mi tío el Canónigo decía...

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-Hazme el favor de no nombrarme más a tu tío el Canónigo, quiero decir, a mi querido tío... Esto de las mantillas blancas es una manifestación, una protesta contra el Rey extranjero.

-¡Qué salado! Si yo tuviera una mantilla blanca también me la pondría.

-Y yo te ahorcaría con ella.

-¡Ordinario!

-Tonta.

-Esta gente-afirmó Isidora con mucho tesón-sabe lo que hace. Es la gente principal del país, la gente fina, decente, rica; la que tiene, la que puede, la que sabe.

-Trampas, fanatismo, ignorancia, presunción.

-¿Pues y tú?..., grosero, salvaje, pedante...

-Isidora, mira que eres mi mujer.

-¿Yo mujer de un albéitar?...

-Isidora, mira que te cojo... y ni tu tío el Canónigo te saca de mis manos.

-Basta de bromas. ¡Vaya, que te tomas unas libertades!... Nuestros gustos son diferentes.

-Su gusto de usted, señora, se amoldará al gusto mío. Eso se lo enseñará a usted mi secretario, que es una vara de fresno.

-¡A mí tú!-exclamó ella con brío, deteniéndose y mirándole.

-No hagas caso... Te quiero como a la Medicina... Haz de mí lo que gustes...

-Eso ya es otra cosa...

-Cuando nos casemos, como yo he de ganar tanto dinero, tendrás tres coches, catorce sombreros y la mar de vestidos...

-¡Si yo no me caso contigo!...»-declaró la joven en un momento de espontaneidad.

Había en su expresión un tonillo de lástima impertinente, que poco más o menos quería decir: «¡Si yo soy mucho para ti, tan pequeño!».

«Falta saberlo. Te casarás por fuerza. Te obligaré. Tú no me conoces. Soy un tirano, un monstruo, un Han de Islandia; beberé tu sangre...

-¿Qué es eso de Han de Islandia?-preguntó ella en su prurito de ilustrarse.

-Han de Islandia es berenjenas. Déjese usted de sabidurías. Coser, planchar y espumar el puchero.

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-No espumaré yo el tuyo, paleto.

-¡Marquesa de pañuelo de hierbas!

-Sacamuelas».

Los dos se echaron a reír.

«No te quiero-murmuró Isidora.

-Pues me echo a llorar.

-No te quiero ni pizca, ni esto.

-Pues yo te adoro. Mientras más me desdeñas, más me gustas. Cuando pienso que ya se acerca la hora de separarnos, no sé qué me da... Se me antoja robarte.

-¡Y cuánta gente a pie!-exclamó ella sin hacer caso de las gracias de Augusto.

-Aquí, en días de fiesta, verás a todas las clases sociales. Vienen a observarse, a medirse y a ver las respectivas distancias que hay entre cada una, para asaltarse. El caso es subir al escalón inmediato. Verás muchas familias elegantes que no tienen qué comer. Verás gente dominguera que es la fina crema de la cursilería, reventando por parecer otra cosa. Verás también despreocupados que visten con seis modas de atraso. Verás hasta las patronas de huéspedes disfrazadas de personas, y las costureras queriendo pasar por señoritas. Todos se codean y se toleran todos, porque reina la igualdad. No hay ya envidia de nombres ilustres, sino de comodidades. Como cada cual tiene ganas rabiosas de alcanzar una posición superior, principia por aparentarla. Las improvisaciones estimulan el apetito. Lo que no se tiene se pide, y no hay un solo número uno que no quiera elevarse a la categoría de dos. El dos se quiere hacer pasar por tres; el tres hace creer que es cuatro; el cuatro dice: «Si yo soy cinco», y así sucesivamente.

-Ya se van los coches»-dijo Isidora, que apenas había oído la charla de su amigo.

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Era tarde. Llegaba el momento en que, cual si obedeciera a una consigna, los carruajes rompen filas y se dirigen hacía el Prado. Es tan reglamentario el paseo, que todos llegan y se van a la misma hora. Isidora notó la confusión del desfile al galope, tomándose unos a otros la delantera, escurriéndose los más osados entre el tumulto; y oía con delicia el chasquido de látigos, el ¡eh!... de los cocheros, y aquel profundo rumor de tanta y tanta rueda, pautando el suelo húmedo entre los crujidos de la grava. Ella habría deseado correr también. Su corazón, su espíritu, se iban con aquel oleaje. Allá lejos brillaban ya no pocas luces de gas entre el polvo del Prado. Aquella neblina que se forma con el vaho de la población, las evaporaciones del riego y el continuo barrer (de que son escobas las colas de los vestidos), se iban iluminando hasta formar una claridad fantástica, cual irradiación lumínica del suelo mismo. Viendo cómo los coches se perdían en aquel fondo, Isidora apresuró el paso.

«Vámonos por aquí-dijo Miquis, desviándola de los paseos para subir hacia el Saladero y acortar camino.

-¡Jesús!, siempre me llevas por lo más feo, por donde no se encuentran más que tíos. ¿Hay también aquí ventorrillos?

-¿Quieres que comamos juntos? Iremos a una fonda.

-No, no, no. Basta de paseos. Esto no está bien... ¡Qué se dirá de mí! Para calaverada, basta.

-¡Maldita sea la hora en que nací!-gruñó el estudiante-. ¿Dejarte ahora, separarnos?... ¿Vas a tu casa?

-Sí, hombre. ¡Qué dirán!

-¡Oh!, sí, ¡qué dirán los marqueses de Relimpio!

-No son marqueses, pero son personas honradas.

-¿Quieres ir esta noche al Teatro Real?».

¡El teatro Real! Otro golpe mágico en el corazón y en la mente de la sobrina del Canónigo.

«Pero a eso que llamas paraíso, ¿van personas?...

-¿Personas decentes?... Lo más decente de Madrid, la flor y nata».

Como no estaba bien que ella saliese sola con Miquis por la noche, convinieron en que este convidaría también a las niñas de Relimpio. A esto debía anteceder la presentación reglamentaria de Augusto en el domicilio de D.ª Laura, para lo que se acordó, tras cortas vacilaciones, una mentirijilla venial. Isidora diría que al volver a su casa desde la de su tía se había encontrado al joven, amigo íntimo, deudo y aun pariente lejano del señor Canónigo. Era, no ya estudiante, sino médico hecho y derecho, y bien podía prestar servicios tan excelentes como gratuitos a una familia que no gozaba de perfecta salud.

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Despidiéronse con fuertes apretones de manos, que a Miquis no le parecían nunca bastante fuertes. Isidora subió sumamente fatigada. Las de Relimpio le dijeron que había venido a visitarla un caballero de muy buen porte. Entró la joven en su cuarto, donde la esperaba una gratísima sorpresa. Sobre la cómoda había una tarjeta con el pico doblado.

Capítulo V

Una tarjeta

El corazón quería salírsele del pecho al ver los bonitos caracteres que decían:

El marqués viudo de Saldeoro.

Largo rato estuvo perpleja, la cartulina en la mano, sin apartar los ojos del sortilegio que sin duda contenían las letras negras del nombre y las pequeñitas de las señas: Jorge Juan, 13. Las emociones varias que se sucedieron en Isidora, las cosas que pensó en rápido giro de la mente, no son para contadas. Todo se resolvió en alegría, de la que se derivaban, como de rico manantial, diversas corrientes de sentimientos expansivos; a saber: un profundo agradecimiento al distinguido caballero que la visitaba, y un deseo vivo de que llegase pronto, muy pronto, lo más pronto posible, el día siguiente.

Su buen tío había escrito a dos principales señores de Madrid, hijo y padre, para que la ampararan, defendieran y aconsejaran en el grave negocio de reclamar su posición y herencia. ¡Cosa extraña y digna de gratitud! Una de las personas a quienes venía recomendada, el hijo, el marqués de Saldeoro, de cuya gallardía y proezas galantes habían llegado noticias al mismo Tomelloso, no esperaba a ser visitado por ella, sino que, dando una prueba más de su acatamiento al bello sexo, apresurábase a visitarla en tan humilde morada...

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Y como la impresionable joven, cuando se entretenía en ver las cosas por su faz risueña y en hacer combinaciones felices llegaba a límites incalculables, empezó a ver llano y expedito el camino que antes le pareciera dificultoso; pensó que se le abrirían voluntariamente las puertas que creyó cerradas, y que todo iba bien, perfectamente bien. Usando entonces de aquella propiedad suya que ya conocemos, dio realidad en su mente al marqués de Saldeoro, favorito de las damas, según decían lenguas mil; le tuvo delante, le oyó hablar agradecida, le preguntó ruborizada; construyó, si así puede decirse, con material de presunciones y elementos fantásticos, la visita personal que al siguiente día no podía menos de realizarse.

Consecuencias precisas de esta febril concomitancia con un personaje a quien adornado suponía de seductoras cualidades, fueron un desdén muy vivo hacia el pobre Miquis y una vergüenza de las escenas de aquel día. El paseo con el estudiante, la escena del ventorrillo, la vil tortilla cebolluna, las naranjas comidas en campo raso, las confianzas, las carreritas, se reprodujeron en su imaginación como un sabor amargo y malsano, haciendo salir el rubor a su semblante. Habían sido aquellas aventurillas tan contrarias a su dignidad y a su posición futura, que diera cualquier cosa porque no hubieran pasado.

Tan metida en sí misma estaba con estos bochornos y aquellas alegrías, que apenas comió. Como recordara en la mesa que debía hablar algo de Augusto para preparar su presentación, dijo que era un estudiante pobre, un buen chico, hijo de labradores, algo tocado de la cabeza, más músico que médico y más médico que fino. Cuando Augusto llegó, negose Isidora a ir al teatro, porque le había dado jaqueca. Emilia y Leonor no quisieron ir tampoco, y el buen estudiante quedó en la situación más desairada del mundo. Pero como era tan listo, y maravillosamente a todo se plegaba, hasta dominar las situaciones más difíciles, bien pronto cautivó a la familia con sus donaires. Doña Laura propuso jugar a la brisca; trajo D. José de su cuarto una sebosa baraja, y en el comedor, bajo la pestífera llama del petróleo mal encendido, formaron el más alegre corrillo que vieron casas de huéspedes.

Huyendo de tanta vulgaridad, retirose Isidora a su cuarto, donde se encerró.

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«Ese pobre Miquis-decía-es un buen muchacho, pero tan ordinario... ¡Pobrecillo!, me da lástima de él; pero ¿qué puedo hacer? ¿Puedo hacer yo que las cosas sean de otra manera que como Dios las ha dispuesto?... Está que ni pintado para Emilia o para Leonor... Me alegraré mucho de que sea un hombre de provecho. Necesitará protección de las personas acomodadas, y en lo que de mí dependa...».

Se acostó, no para dormir, sino para seguir dando vida ficticia en el horno siempre encendido de su imaginación a la visita del día siguiente y a las consecuencias de la visita. El marqués de Saldeoro entraba; ella le recibía medio muerta de emoción, le hablaba temblando; él le respondía finísimo. ¡Y qué claramente le veía! Ella rebuscaba las palabras más propias, cuidando mucho de no decir un disparate por donde se viniera a conocer que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha... Él era el más cumplido caballero del mundo... Ella se mostraba muy agradecida... Él dejaría su sombrero en un sillón... Ella tendría cuidado de ver si alguna silla estaba derrengada, no fuera que en lo mejor de la visita hubiera una catástrofe... Él había de dirigirle alguna galantería discreta... Ella tenía que prever todas las frases de él para prepararse y tener dispuestas ingeniosas contestaciones... ¡Cielo santo!, y aún faltaba una larga noche y la mitad de un larguísimo día para que aquel desvarío fuera realidad...

Era preciso arreglar el cuarto lo mejor posible... ¡Qué pensaría el caballero ante aquellos miserables trastos!... Isidora no podía mirar sin sentir pena las tres láminas que ornaban las paredes empapeladas de su cuarto. Aquí una vieja estampa sentimental representaba la Princesa Poniatowsky en momento de recibir la noticia de la muerte de su esposo; allí el cuadro del Hambre; enfrente, dos amantes escuálidos, esmirriados y de pie muy pequeño, él de casaca con mangas de pemil, ella con sombrero de dos pisos, se juraban fidelidad junto a un arroyo... Si D.ª Laura no se incomodase, Isidora arrojaría a la calle las tres laminotas... Pues, ¿y la cómoda con su cubierta de hule manchado? Más valía no verla... Pero ella se levantaría temprano y fregotearía bien la cómoda, el lavabo de tres patas y haría maravillas de orden y limpieza... Después compraría una corbata bonita... Rogaría a D.ª Laura que la dejase traer de la sala dos sillas de damasco con sus fundas de percal... En fin... No contenta con pensar lo que pasaría al siguiente día, pensó los sucesos del tercer día y los del otro y los del mes próximo, y los del año venidero, y los de dos, tres o cuatro años más.

Dejémosla mal dormida, abrazada consigo misma, a las altas horas de la noche, cuando todo ruido cesara en la casa. ¿Era aquello felicidad o martirio? Dice Miquis, y quizás dice bien, que no existiría ni siquiera el nombre de felicidad si no se hubieran dado al hombre, como se da al niño el juguete, el consuelillo de esperarla.

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