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Benito Pérez Galdós / la fontana de oro


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-Sí: bueno es que nos vayamos allá, porque hoy hay jarana en Madrid, y se me antoja que habrá tiros por esas calles.

-¡Jesús; y Santa Librada! ¡Otra jarana!-dijo la vizcaína con el rostro descompuesto y mudado de color.-Pero ¿qué hay?

-Ahí es nada. Que esos locos de la Fontana van á pasear el retrato de Riego con música y todo. La autoridad ha prohibido esa procesión, y ellos dicen que la habrá. Veremos quien gana. Ya anda la gente por ahí alborotada y pronto hemos de ver el tumulto.

En efecto, el ruido no se hizo esperar: un gentío inmenso ocupaba la vecina plazuela de Santa Ana, y hasta la tranquila mansión de doña Leoncia llegó el rumor de las voces. La criada, que venía de comprar, entró dando gritos de terror y diciendo que había sentido unos grandes cañonazos. A los gritos de la gallega despertaron los tres amigos y Lázaro.

-¿Qué hay?-dijo Javier.-¿Qué algazara es esa?

-¿Qué ha de ser sino la procesión?-dijo el Doctrino.

Lázaro se levantó dolorido, porque con la molesta posición que en el sueño tomó, parecía que se le había roto el espinazo. Abrieron el balcón y miraron. Doña Leoncia entró en el cuarto del poeta dando alaridos y manoteando.

-¡Jesús!, ¡Jesús! ¡No abran ustedes el balcón, que se nos va á meter aquí alguna bomba! ¿No oyen ustedes los cañonazos? ¡Jesús, que disparos tan fuertes!

-Señora, usted está soñando con los cañonazos.

-No te alarmes, Artemisa, Electra….

-¡Cierren ese balcón!

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Los cuatro jóvenes eran muy curiosos para contentarse con mirar desde el balcón. Bajaron á la calle con mucha prisa para unirse al gentío, aunque Lázaro pensaba dejar aquello y marcharse inmediatamente á casa de su tío, recogiendo de antemano su mezquino equipaje en el parador del Agujero.

-¿Quién es ese joven?-dijo don Gil á la patrona luego que los cuatro habían bajado.

-No sé quién es: le trajeron anoche.

Carrascosa creyó reconocer en aquel joven al sobrino de su amigo, á quien había tratado en Ateca; y queriendo cerciorarse, porque sin duda le interesaba, bajó tras ellos. Los cuatro jóvenes se mezclaron al gentío: no se podía dar un paso. La procesión estaba organizada, y pronto iba á emprender la marcha para salir á la calle de Atocha. Gran confusión reinaba en la multitud, y eran vanos los esfuerzos de dos ó tres personas para poner en filas ordenadas al pueblo y dirigirle.

Lázaro trató de marchar á donde debía; pero tuvo una tentación, que le hizo detener meditabundo y preocupado. Al ver aquella multitud, su imaginación, abatida y exánime desde la singular escena del café, volvió á remontarse tomando su acostumbrado vuelo. Allí estaba reunido un pueblo, dispuesto á una gran manifestación. Confuso y como asustado de su empresa, la muchedumbre vacilaba, no tenía fijeza ni determinación: sin duda allí faltaba algo. Lázaro quiso dominarse rechazando la tentación. Se alejó del pueblo y volvió á acercarse á él. "Sí-pensaba,-aquí falta algo: falta una voz."

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Había llegado aquel momento supremo de las agitaciones populares en que las turbas se paran silenciosas, alterados los miles de corazones por un solo y profundo temor, trastornadas las mil cabezas con una sola duda. Falta que una voz sola diga lo que todos sienten. En estos momentos solemnes es cuando vemos un cuerpo elevarse sobre miles de cuerpos y una mano temblorosa extenderse sobre tantas cabezas. Una voz expresa lo que en tantos cerebros pugna para adquirir formas orales; esa voz dice lo que una multitud no puede decir; porque la multitud que obra como un solo cuerpo con decisión y seguridad, no tiene otra voz que el rumor salvaje compuesto de infinitos y desiguales sonidos.

Cuando aquel hombre ha hablado, la multitud ha dicho lo que tenía que decir; la multitud se conoce, ha podido recoger y unificar sus fuerzas, ha adquirido lo que no tenía: conciencia y unidad. Ya no es un conjunto inorgánico de fuerzas ciegas: es un cuerpo inteligente cuya actividad tiende á un objeto fijo, bueno ó malo, pero al cual se encamina con decisión y conocimiento.

Esto pensaba Lázaro. ¿Podría él ser ese medio de expresión? ¿Sería el Verbo revelador de aquel cuerpo ciego é inconsciente? ¿Hablaría ó no hablaría? La masa en tanto se arremolinaba y se extendía por la plazuela del Ángel. Lázaro la siguió como fascinado; después se apartó con miedo de ella y de sí mismo. Pero no podía resolverse á retirarse. ¿Hablaría ó no? Le oirían de seguro. ¿Como no, si había de decir cosas tan bellas? El estaba seguro de que las diría. Las palabras que había de decir estaban escritas con letras de fuego en el espacio.

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Ya el retrato avanzaba llevado por cuatro socios de la Fontana. Sonaba la música, el gentío rodeaba el lienzo, y todos se movían sin adelantar, oscilaban sin extenderse, se revolvían confundiéndose. Sin duda faltaba algo. Lázaro se mezcló en el torbellino. Sus ojos brillaban con extraordinario resplandor; su inquietud era una convulsión, su agitación una fiebre, su mirada un rayo. Cruzábanle por la mente extrañas y sublimes formas de elocuencia; latíale el corazón con rapidez desenfrenada; las sienes le quemaban, y sentía en su garganta una vibración sonora, que no necesitaba más que un poco de aire para ser voz elocuente y robusta.

Vió que alzaban el retrato, que la turba se arremolinaba en circuitos sin fin, y vió agitarse en el aire multitud de pañuelos blancos que salían de aquel torbellino como una espuma.

La comitiva desordenada siguió por la calle de Atocha y penetró en la Plaza Mayor. Allí se difundió un poco. Pero después trató de atravesar el arco de la calle de la Amargura para entrar en Platerías. El gran monstruo midió de una mirada el volumen de sus miembros multiplicados y la anchura del arco por donde había de pasar. El camello iba á pasar por el ojo de la aguja. Hubo un movimiento convulsivo de codos, y los abdómenes se deprimieron, giraban los cuerpos, y algunos sombreros saltaron á impulsos de las repercusiones y choques de tantas cabezas. Algunas voces trataron de pronunciar una orden para vencer aquella dificultad, problema de obstetricia sin duda.

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-Delante el retrato. Dejen pasar el retrato-decían. Era imposible; la gente se agolpaba de tal modo, que el retrato no podía pasar. Al fin, tras largos esfuerzos, el retrato pasó por el arco. Detrás seguía con la mayor confusión la gran masa de gente. La multitud que llenaba la plaza se había parado y esperaba. El retrato y sus corifeos desembocaron en la calle Mayor; pero al llegar allí, una sorpresa sin igual detuvo la procesión. Dos filas de soldados formaban en las Platerías, llegando más allá de la plazuela de la Villa. Las picas de un escuadrón de lanceros brillaban á lo lejos, y delante de esta tropa estaba, el Capitán General de Madrid, á caballo, esperando con grande aplomo y entereza. Este hombre avanzó seguido de dos ó tres, y señalando con el sable, intimó la orden de retirada á los del retrato. Hubo una rápida consulta de miradas entre éstos. Una autoridad civil se acercó también, y con los mejores ademanes dijo que se fuera cada cual á su casa y renunciaran á aquella manifestación, porque el Gobierno estaba resuelto á que no dieran un paso más. El aspecto de la tropa impresionó vivamente á los del retrato; además, éstos contaban con la ayuda del regimiento de Sagunto, y el regimiento de Sagunto estaba encerrado y perfectamente custodiado en su cuartel.

Trataron, sin embargo, de pasar adelante, y dijeron que aquella manifestación era puramente moral; que no trataban de producir ningún trastorno, ni era agresiva su actitud, ni tenían más objeto que tributar un homenaje de admiración al héroe que había dado la libertad á su patria.

"¡Cada uno á su casa! Atrás el retrato", dijo resueltamente Morillo.

La defensa era imposible. La procesión no tenía armas.

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La supuesta debilidad del Gobierno se había trocado en inquebrantable firmeza. Algunos empezaron á desertar, desfilando por la calle de Milaneses y la plazuela de San Miguel. El retrato descansaba en tierra y se movía adelante y atrás, poco seguro en manos de sus portadores. Estos hablaron: pero todo fué inútil: la gente empezó á retroceder, algunos á gritar, y hubo también quien quiso oponer resistencia á la tropa.

Entre tanto el gentío que ocupaba la plaza permanecía inmóvil. ¿Quién era aquél que entre tanta gente se elevaba, y agitando las manos, profería voces que la muchedumbre aplaudía? El orador hablaba bien, sin duda: grandes aclamaciones acogían sus palabras; pero los continuos empellones, los gritos de los pisoteados y estrujados no permitían á aquél expresarse con desahogo.

Algunos pedían silencio; pero el silencio en toda la plaza era imposible. A lo mejor, los que en el arco discutían con la autoridad, retrocedieron al ver que la tropa resistía. La confusión entonces llegó á su término. El orador continuó su filípica; pero la continuó excitando al pueblo á que no cediera en su empeño de verificar la manifestación. Estaba lívido, anhelante, y cada palabra suya era como un latigazo que estimulaba á la muchedumbre á seguir adelante.

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En tanto las tropas avanzaban despejando la plaza, y algunos eran tan osados, que delante de los caballos oponían resistencia y vociferaban apostrofando á Morillo y á su gente.

-¡A esos que gritan!-dijo el que mandaba el piquete. Arremolinóse el gentío. Muchos corrieron á escape. Otros dieron vueltas, arrastrados por la oleada, ó permanecieron turbados sin saber qué partido tomar. Lázaro calló.

-¿Quién gritaba?-dijo el capitán,-A los que gritan. Prender á los que gritan.

Lázaro quiso huir; pero el brazo vigoroso de un soldado le detuvo fuertemente.

-Prender á los que gritan. Este es el predicador. ¡A ese!

Lázaro pasó de una mano fuerte á otra fortísima. Apenas se daba cuenta de que le habían prendido. Creyó que le soltarían en seguida, é intentó desasirse, aunque inútilmente.

-¡Atrás, atrás! ¡Fuera de la plaza!-continuaba el capitán.

Y era bien obedecido, porque el gentío se desbandaba á toda prisa. La procesión fracasó. El retrato quedó hecho trizas en medio de la plaza; la tropa tomó todas las entradas.

¿Qué fué de Lázaro? Un cuarto de hora después entraba, honrosamente custodiado, por las puertas de la cárcel de Villa, y era introducido también honrosamente en un tristísimo, obscuro y sucio calabozo.

 

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Capítulo XIII

No llega el esperado.-Llegada de un importuno.

De todos los procedimientos que el espíritu emplea para atormentarse á sí mismo, el más terrible es esperar. Contra esto no hay remedio. Parece que ha de ser fácil resolverse á no esperar, apartar la imaginación de la cosa esperada, y vivir sólo en un punto de la vida, en un momento del tiempo, sin esa dolorosa aspiración á lo venidero que desquicia el ser, sacándole de su centro.

Cuando se espera lo que ha de llegar las horas son siglos; cuando se espera lo que debió llegar, las horas vuelan como segundos. Clara estaba á la hora de las diez con el alma suspensa, trémula y atenta, llena de inquietud y zozobra. Pasa de las diez, y el viajero no viene; el reloj vuela de las once á las doce, y de las doce á la una. Pascuala tenía mucho miedo, porque el ruido de gentes que en la calle se sentía aumentaba á cada hora. Las dos estaban sentadas en el cuarto interior, y no decían cosa ninguna, ni la criada contaba aquellos cuentos de las ninfas y el dragoncillo, que había aprendido en su pueblo, ni la huérfana se reía con la franca expansión y natural sencillez de su carácter. Ambas estaban muy silenciosas: se miraban con ansiedad cuando algún ruido se sentía en la escalera; y al cerciorarse de que no era lo que aguardaban, caían la una en su abatimiento indiferente, la otra en su calmosa, melancólica y disimulada agitación.

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Clara, á la madrugada, entró en el período de las conjeturas; forma con que el espíritu se da todos los tormentos imaginables. ¿Qué le había pasado? ¿Volcaría el coche? ¿le habrían salido ladrones con aquellos tremendos trabucos que pintan en las estampas? ¿Habría desistido del viaje? ¿Tendría tal vez amores con alguna muchacha del pueblo? ¿Le detendría alguna partida de realistas? Todo le ocurría menos lo cierto. En estos momentos fácil es tranquilizarse teniendo un poco de serenidad; pero nadie la tiene, y una ceguera profunda sustituye á la normal lucidez del entendimiento. Basta razonar en calma y decir: "¿No ha venido? Se habrá detenido casualmente. Mañana vendrá." Pero en vez de hacer este lógico razonamiento, lo que generalmente se piensa es esto: "¿No ha venido? Pues se ha muerto: le mataron."

Luego la noche contribuye á este tormento; la noche, que á todo da formas horribles, lo mismo á las cosas materiales que á las visiones internas. Clara, que no había podido ni podía dormir, no cesaba de percibir informes, bultos, sangre, obscuridad, repentinamente opuesta á una gran luz que alumbra horrores. Da calentura esa situación. Impaciencia febril se apodera de la sangre que se agita y circula, como si la rapidez de su marcha acelerase la llegada de lo que se espera. Esta contrariedad de nuestro deseo es más terrible, porque es lenta, sin límites. Delante no se ve sino la eternidad. No vienen á la mente las modificaciones que puede traer el próximo día. Aquella noche y aquella soledad parece que no han de tener fin.

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Las primeras luces del día no hicieron, sin embargo, otra cosa que aumentar su tristeza. ¡Ayer! ¡Desde ayer le había estado esperando! Deseaba salir fuera y correr, preguntando á todos por el desventurado joven. Abrió el balcón, miró á la calle, creyendo que iba á verle pasar, y examinó á todos los transeúntes. Entonces le llamó la atención una persona que, fija en la esquina, la miraba con tenacidad. Segura de que no era él volvió la cara, y no se cuidó más de aquella persona.

Cerró el balcón, porque sentía fatiga y mucha necesidad irresistible de dormir. Fué á su cuarto, y sentada en una silla, recostó la cabeza sobre la cama. Pero en vez de dormir empezó á cavilar con tanto desvarío y agitación como durante la noche. Elías tampoco había vuelto. ¿Qué sería de él? ¡Oh, qué luz! Tal vez le había encontrado y estarían juntos en alguna parte.

En esto entró Pascuala que venía de la calle. La alcarreña se acercó á Clara, adornando la redonda y vasta fachada de su cara con impertinente sonrisa.

-¿Sabe usted lo que ha pasao?

-¿Qué? ¿qué hay?-dijo Clara con interés.

-Que aquel caballerito del otro día … pues … el señor militar … me paró en la esquina.

-¿Y á mí qué me importa eso?

-Que dice que viene acá.

-¡Jesús, acá! ¿Y á qué viene acá? Estamos solas.

-Pues es un caballero muy cumplido.

-¿Si? Pues no me he fijado.

-¿No le vió usted el otro día aquí … cuando el señor vino malo?

-Sí: parecía una buena persona. ¿Pero á qué quiere volver aquí?

-Usted bien se lo malicia. ¡Ah, qué picarona es usted! En aquel momento sonaron en el bolsillo de Pascuala las pesetas que el militar le había dado. Después se sintieron pasos en la escalera y sonó muy débilmente la campanilla.

-Es él-dijo la alcarreña.

Y antes que Clara pudiera impedírselo, la moza corrió, abrió la puerta, y el militar, que ya conocemos, entró en el pasillo, se descubrió con respeto y se acercó á Clara.

-¿A quién buscaba usted?-dijo Clara.-No está: ha salido.

-Sí está, no ha salido,-contestó el militar con aplomo.

-¿Quién? ¿Pero á quién buscaba usted?

-Fácil es comprender que no busco á ese viejo, cuyo trato aleja en vez de atraer á las personas.

-¿Pero qué quiere decir? ¿á qué viene usted?-le preguntó Clara con ligera expresión de alarma.-Estoy sola, váyase usted.

-Por lo mismo no me voy.

-Si usted no se va, llamaré, gritaré,-dijo Clara, resuelta sin duda á hacer lo que decía.

-Entonces reñiremos,-afirmó el militar con sonrisa de amistosa franqueza, que desarmó en parte el enojo de Clara.

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-¡Por Dios, que va á llegar! ¿Pero quién es usted? ¿A qué viene usted aquí? ¿Quién le ha dado licencia para entrar? Usted es el que vino el otro día con él. Ya le reconozco; pero no entiendo á qué viene hoy. ¡Pascuala, Pascuala!

-No me mire usted como enemigo. Mi entrada ha sido singular; pero no soy un ladrón ni un asesino. Vengo como amigo: traigo paz y amistad. No tenga usted miedo, Clara. Vengo como amigo. Ya nos conocemos de un solo día, cuando vine aquí sosteniendo á ese pobre señor.

-¡Oh! y ahora puede venir-dijo Clara alarmada. Márchese usted, por Dios. Yo no le conozco, ni me importa todo eso que me ha dicho. Si él llega….

-Lo que menos me importa es ese viejo-contestó el militar.-Antes me interesaba un poco. Creí que era de usted pariente, su esposo tal vez. Pero después he sabido que es un tiranuelo que vive para martiriza á una pobre huérfana, que se muere da melancolía encerrada aquí. No puedo ver con indiferencia que una persona tan guapa, tan amable, tan digna de ser feliz, pase la vida en poder de esa fiera.

-¡Oh! Pues yo estoy bien así. Le agradezco á usted su bondad-contestó
Clara;-pero no es necesaria. Váyase usted, por Dios.
 

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-No me iré, no-dijo el militar, exaltándose un poco. Hace algunos días que me preocupa la idea de los martirios que usted debe sufrir. Siento un deseo muy grande de libertarla á usted de ese maniático, y creo que realizaré este propósito. He pasado por ahí cien veces al día y me ha dado horror el aspecto sombrío de esta casa, sepulcro en vida de tan bella criatura. Usted se reirá de mí, lo comprendo. Le parecerá extraño este interés que tomo por una persona á quien sólo he visto una vez; pero de este misterio no hay que hablar ahora. Lo que importa es que usted se decida á hacer lo que yo le aconseje. Sepa usted que he jurado no permitir que muera aquí de hastío y soledad. Estoy seguro de que usted, que con tanta sencillez me comunicó la única vez que nos vimos parte de sus desventuras, tendrá hoy la confianza que necesito, sabrá apreciar la nobleza de mis propósitos y no se opondrá á que se realicen.

Clara no sabía qué contestar. Estaba confundida al ver el generoso y fraternal interés que tenía por ella una persona á quien había visto tan poco. Esto hubiera llenado de orgullo á otra mujer; pero Clara era muy modesta, y ante aquella manifestación afectuosa no tuvo más que gratitud y vergüenza. Nunca creyó merecer aquello.

-Yo lo agradezco mucho, señor-dijo;-pero….

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La verdad es que no podía decirle que era feliz y que deseaba continuar aquel género de vida. Era cierto lo que el militar decía. Era imposible vivir en compañía de aquella fiera. ¿Pero acaso no esperaba su salvación de otra persona? Esta idea la indujo á rechazar con más energía las ofertas que aquél le hacía.

-Usted no conoce á la persona con quien vive-continuó el militar.-Usted no le conoce, yo sí: ya me he informado de su carácter y de sus ideas. No sólo es un hombre extravagante é intratable, sino un fanático sin corazón, un hombre feroz, de perversos instintos y cálculos terribles. No: usted no puede seguir más tiempo en manos de ese hombre, que no es su pariente, ni su amigo: que se llama su protector, para hacer de usted una víctima de su orgullo brutal.

Clara comprendió, por la vehemencia con que el joven hablaba, que era cierto su interés, y conoció también que la pintura que del viejo hacía no era exagerada. El desconocido obraba con la mayor nobleza, sinceridad y buena fe. Era uno de esos caracteres inclinados á las aventuras difíciles y que implicaban la salvación peligrosa de los que sufrían. Su espíritu caballeresco, su corazón inclinado al bien, hallaron en aquel suceso un motivo de ocupación, y dedicó toda su actividad á la realización del más generoso propósito. Además, un sentimiento bastante enérgico de simpatía hacia aquella pobre huérfana, le impulsaba á proceder con tanta diligencia. Más adelante conoceremos el nombre y los hechos de este noble, caballero.

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-Pero no esté usted más tiempo aquí-dijo Clara.-¿Cómo quiere usted convencerme de que se interesa por mí, si precisamente estando aquí me prueba lo contrario? Si él viene y le encuentra en la casa….

-No dirá nada. Ese hombre es tan miserable, que no le importa ni la felicidad ni el honor de usted: todo lo mirará con indiferencia. A usted no le queda más amparo que yo.

La huérfana, al oír estas palabras sintió un frío en el alma. El momento en que eran dichas hacía que parecieran una gran verdad. Su único, legítimo y verdadero amigo no vendría. Ya no le quedaba más amparo que el de un advenedizo.

-Nada más que yo; pero es bastante-continuó el joven con afectada voz.-Siga usted el plan que yo le marque: no haga usted caso de ese viejo. Yo seré para usted todo lo que puede ser un hombre de corazón y honradez. Tenga usted en mí la confianza que se tiene en lo que nos ha de salvar…. Y ahora, Clara, me voy. Pero no tardaré en volver á dar mis órdenes á la pobre prisionera, cuya felicidad pende de mí. ¡Qué orgullo siento en esto! Yo estaré siempre alerta. Si le ocurre á usted una nueva desventura, no necesita avisarme. Yo me hallaré aquí para socorrerla y animarla. No le queda á usted más amparo que yo. Piénselo usted bien. Adiós.

La decisión de aquel hombre desconocido, insinuado tan novelescamente en los secretos de la casa, era muy firme. Se había propuesto emprender una aventura generosa, á que le inclinaban al mismo tiempo un sentimiento de simpatía, y el deseo inveterado en él, de hacer bien.

Si había un poco de egoísmo en él, después lo veremos. Ya se marchaba, cuando Pascuala salió de la cocina asustada, y dijo:

-¡El amo!

-No abras-dijo Clara temerosa.-Espera: escóndase usted.

Pero Elías, que tenía llave, no necesitaba que le abrieran para entrar.
-No importa-dijo el militar, que trataba de serenar á Clara.

Coletilla abrió y entró. Venía cabizbajo y abstraído. Dió algunos pasos por el corredor sin ver al intruso; mas al llegar al extremo, notó aquel bulto, alzó la cabeza, y vió al joven, que se inclinaba ante él con mucho respeto.

 

 

 

 

 

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